En 1976 el Patriarca de Venecia, cardenal Albino Luciani, publicó el libro Ilustrissimi, una serie de 40 cartas dirigidas a muy diversos destinatarios: Goethe, el rey David, Penélope... En ellas, con gracia y amable ironía, el autor fue transmitiendo diversos aspectos del mensaje cristiano. La última de las cartas, del que ha sido preconizado como Beato Juan Pablo I está dirigida a Jesús.
A Jesús
ESCRIBO TEMBLANDO
Querido Jesús: He sido objeto de
algunas críticas. «Es obispo, es cardenal —dicen—, ha trabajado agotadoramente
escribiendo cartas en todas direcciones: a M. Twain, a Péguy, a Casella, a
Penélope, a Dickens, a Marlowe, a Goldoni y a no sé cuántos más. ¡Y ni una sola
línea a Jesucristo!»
Tú lo sabes. Yo me esfuerzo por
mantener contigo un coloquio continuo. Pero traducido en carta me resulta
difícil: son cosas personales. ¡Y tan insignificantes! Además, ¿qué voy a
escribirte a Ti. de Ti, después de tantos libros como se han escrito sobre Ti?
Por otra parte, tenemos el Evangelio. Como el rayo supera cualquier fuego, y el
radio todos los demás metales; como un misil supera en velocidad la flecha del
pobre salvaje, así el Evangelio supera todos los libros.
No obstante, he aquí mi carta. La
escribo temblando, sintiéndome como un pobre sordomudo que hace enormes
esfuerzos para hacerse entender, y con el mismo estado de ánimo que Jeremías,
cuando, enviado a predicar, te decía, lleno de repugnancia: «¡No soy más que un
niño, Señor, y no sé hablar!»
Pilato, al presentarte al pueblo,
dijo: ¡He aquí al Hombre! Creía conocerte, pero no conocía siquiera una sola
brizna de tu corazón, cuya ternura y misericordia mostraste cien veces de cien
maneras diferentes.
Tu madre. Pendiente de la cruz,
no quisiste marchar de este mundo sin darle un segundo hijo que se cuidase de
e1la, y dijiste a Juan: He ahí a tu madre.
Los apóstoles. Vivías día y noche con ellos,
tratándolos como verdaderos amigos, soportando sus defectos. Les instruiste con
paciencia inagotable. La madre de dos de ellos te pide un puesto privilegiado
para sus hijos y Tú le respondes: «A mi lado no han de buscarse honores, sino
sufrimientos». También los otros anhelan los primeros puestos y Tú les enseñas:
«Hay que hacerse pequeños, ponerse en el último lugar, servir».
En el cenáculo les pusiste en
guardia: «¡Tendréis miedo y huiréis!» Protestan. El primero y el que más,
Pedro, quien luego te negaría tres veces. Tú perdonas a Pedro y le dices tres
veces: Apacienta mis ovejas. En cuanto a los demás apóstoles, tu perdón
resplandece sobre todo en el capítulo 21 de Juan. Pasan toda la noche en la
barca. Antes de clarear el día, Tú, el Resucitado, estás a la orilla del lago.
Y les haces de cocinero, de sirviente, encendiendo el fuego, cocinando y
preparándoles pescado asado y pan.
Los pecadores. Tú eres el pastor
que va en busca de la oveja descarriada y se alegra al encontrarla y lo celebra
cuando la devuelve al redil. Tú eres aquel padre bueno que, cuando regresa el hijo
pródigo, se le arroja al cuello y lo abraza durante largo tiempo. Escena
repetida en todas las páginas del Evangelio: Tú te acercas a los pecadores y
pecadoras, comes con ellos, te invitas Tú mismo, si ellos no se atreven a
invitarte. Das la impresión —es la que yo tengo— de preocuparte más de los
sufrimientos que el pecado causa a los pecadores que de la ofensa que hace a
Dios. Infundiéndoles la esperanza del perdón, parece que les dices: «¡Ni
siquiera os imagináis la alegría que me produce vuestra conversión!»
Además del corazón, brilla en Ti
la inteligencia práctica. Apuntabas siempre al interior del hombre. Los
fariseos tenían la cara demacrada a causa de los prolongados ayunos religiosos
y Tú manifestaste: «No me gustan esos rostros. El corazón de estos hombres está
lejos de Dios. Los impulsos nacen del interior y, por ello, el corazón sirve de
módulo para juzgar a los hombres. De dentro del corazón humano salen los malos
pensamientos: liviandades, latrocinios, asesinatos, adulterios, codicias, orgullo,
vanidad».
Tenías horror a las palabras
inútiles: Sea vuestro hablar: sí, sí; no, no; todo lo que pasa de esto, procede
del mal. Cuando oréis, no multipliquéis las palabras. Querías hechos reales y
moderación: Si ayunas, lávate la cara y perfúmate la cabeza. Cuando des
limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha. Al leproso
curado le ordenaste: No lo digas a nadie. A los padres de la muchacha
resucitada les mandaste enérgicamente que no fueran anunciando a bombo y
platillo el milagro ocurrido. Solías decir: Yo no busco mi gloria. Mi comida es
hacer la voluntad de mi Padre. En la cruz, antes de morir, dijiste: Todo está
cumplido.
Pero siempre te cuidaste de que
las cosas no se hicieran a medias. Cuando los apóstoles te sugirieron: La gente
nos sigue hace tiempo; enviémosla a su casa para que coman, Tú respondiste: No,
démosle nosotros de comer. Cuando terminaron de comer los panes y los peces
milagrosamente multiplicados, añadiste: Recoged las sobras; no está bien que se
pierdan. Querías que, al hacer el bien, se cuidaran hasta los menores detalles.
Al resucitar a la hija de Jairo, aconsejaste: Ahora, dadle de comer. La gente
proclamaba de Ti: ¡Ha hecho bien todas las cosas!
¡Qué resplandor de inteligencia
brotaba de tu predicación! Tus adversarios enviaron desde el templo de
Jerusalén guardias para detenerte y éstos volvieron con las manos vacías. «¿Por
qué no lo habéis detenido?» Los guardias respondieron: ¡Jamás hombre alguno ha
hablado como él! Hechizabas a la gente, la cual afirmó de Ti desde los primeros
días: ¡Este sí que habla con autoridad! ¡:Lo contrario de lo que hacen los
escribas! ¡Pobres escribas! Encadenados a los 634 preceptos de la Ley, andaban
diciendo que el mismo Dios dedicaba cada día un rato al estudio de la Ley y,
desde el cielo, pasaba revista a las opiniones de los escribas para estar al
corriente de sus progresos.
Tú, por el contrario: Habéis oído
que se dijo… Yo, en cambio, os digo… Reivindicabas el derecho y el poder de
perfeccionar la Ley como señor de la Ley. Con extraordinario coraje afirmaste:
Soy mayor que el templo de Salomón; el cielo y la tierra pasarán, pero mis
palabras no pasarán. Y no te cansabas nunca de enseñar en las sinagogas, en el
templo, sentado en las plazas o sobre el campo, por los caminos, en las casas e
incluso durante la comida.
Hoy, todo el mundo pide diálogo,
diálogo. He contado tus diálogos en el Evangelio. Son 86: 37 con los
discípulos, 22 con gentes del pueblo y 27 con tus adversarios. La pedagogía
actual exige la actividad común en torno a los centros de interés. Cuando el
Bautista envió, desde la cárcel, a sus discípulos para que te preguntaran quién
eras, no perdiste el tiempo en palabrerías. Curaste milagrosamente a todos los
enfermos presentes y dijiste a los enviados: Id y decidle a Juan lo que habéis
visto y oído. Para los judíos de tu tiempo, Salomón, David y Jonás
representaban lo que para nosotros son Dante, Garibaldi y Mazzini. Tú hablabas
continuamente de David, Salomón, Jonás y otros personajes populares. Y siempre
con valentía.
El día en que enseñaste:
Bienaventurados los pobres, bienaventurados los perseguidos, yo no estaba allí.
Si hubiera estado junto a Ti, te hubiera susurrado al oído: «Por favor, cambia,
Señor, tu discurso, si quieres que alguien te siga. ¿No ves que todos aspiran a
las riquezas y a las comodidades? Catón prometió a sus soldados los higos de
África, y César las riquezas de la Galia, y, bien o mal, encontraron
seguidores. Tú prometes pobreza, persecuciones. ¿Quién quieres que te siga?»
Impertérrito, continúas y te oigo decir: Yo soy el grano de trigo que debe
morir antes de fructificar. Es preciso que yo sea levantado sobre una cruz;
desde ella atraeré a mí el mundo entero. Ya se cumplió esta profecía: Te
levantaron sobre la cruz. Tú la aprovechaste para extender los brazos y
atraerte a la gente. ¿Quién podrá contar los hombres que han llegado hasta el
pie de la cruz, para arrojarse en tus brazos?
Ante este espectáculo de las
multitudes que, desde todas las partes del mundo y durante tantos siglos, acuden
incesantemente al crucificado, surge la pregunta: ¿Se trata solamente de un
hombre extraordinario y bienhechor o de un Dios? Tú mismo diste la respuesta, y
quien no tiene los ojos cegados por los prejuicios, sino ávidos de luz, la
acepta. Cuando Pedro proclamó: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Tú no
sólo aceptaste su confesión, sino que también la premiaste. Siempre
reivindicaste para Ti que los judíos consideraban exclusivo de Dios. A pesar de
su escándalo, perdonaste los pecados, te manifestaste señor del Sábado,
enseñabas con suprema autoridad, y declaraste ser igual al Padre.
Muchas veces trataron de
apedrearte como blasfemo, porque decías ser Dios. Finalmente, cuando te
prendieron y te llevaron ante el Sanedrín, el sumo sacerdote te preguntó
solemnemente: ¿Eres o no eres el Hijo de Dios? Tú respondiste: Lo soy. Y me
veréis sentado a la diestra del Padre. Y aceptaste la muerte antes que
retractar esta afirmación y negar tu esencia divina.
Estoy acabando de escribir esta carta. Nunca me he sentido tan descontento al escribir como en esta ocasión. Me parece que he omitido la mayoría de las cosas que podían decirse de Ti y que he dicho mal lo que debía haber dicho mucho mejor. Sólo me consuela esto: lo importante no es que uno escriba sobre Cristo, sino que muchos amen e imiten a Cristo. Y, afortunadamente —a pesar de todo—, esto sigue ocurriendo también hoy.
Albino Luciani, Ilustrísimos
Señores, BAC, Madrid 1978.
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