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domingo, 18 de septiembre de 2022

MI EXPERIENCIA EN EL OPUS DEI

Desde que el 14 de julio pasado, mediante el Motu proprio Ad charisma tuendum, el Papa Francisco tomó una medida de gobierno en relación a la Prelatura del Opus Dei, se han disparado al respecto no pocos comentarios. Soy uruguayo y pertenezco al Opus Dei desde 1964, cuando estudiaba periodismo en la Universidad de Navarra. Pienso que mi testimonio personal puede ser de interés.

Tuve la suerte -gracia de Dios- de conocer y tratar a san Josemaría Escrivá en Pamplona y, durante dos años, conviví con él en Roma. En 1973 recibí la ordenación sacerdotal en Madrid, de manos de su arzobispo, el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, y regresé a trabajar en Montevideo, al unísono con los miembros laicos del Opus Dei, que son primordialmente los que tratan de acercar a sus amigos a la confesión, a un retiro espiritual, a una clase de formación cristiana… Nos necesitamos mutuamente, sacerdotes y laicos, formando parte de una institución querida por Dios para difundir la llamada a la santidad en la vida ordinaria. A esto dediqué los primeros 37 años de mi sacerdocio.

Lo que nunca había imaginado sucedió en el 2010: tenía 65 años cuando el Papa Benedicto XVI me nombró Obispo de Minas y en esta diócesis estuve trabajando hasta marzo del 2020: al cumplir la edad canónica, el Santo Padre Francisco aceptó mi renuncia y regresé entonces a la capital uruguaya. Hoy, obispo emérito de 77 años, he vuelto, como dice el tango, “a mi primer amor”: horas de confesonario, predicación abundante… Así será hasta que Dios disponga. También me encanta poder ayudar a la arquidiócesis de Montevideo celebrando la Confirmación: hoy celebré la quinta de este año.

La verdad es que no tengo mucho tiempo para dedicarme a acariciar recuerdos, pero las circunstancias de estas líneas me traen uno, inolvidable. Su protagonista fue el Papa san Juan Pablo II. La ocasión, el congreso organizado por la prelatura del Opus Dei sobre la “Novo Millennio Ineunte” en el año 2001. El Papa nos recibió a los congresistas el 17 de marzo y, en su discurso a los 400 participantes de la reunión internacional, nos describió como una representación de los diversos componentes con los que la Prelatura está orgánicamente estructurada, es decir, de los sacerdotes y los fieles laicos, hombres y mujeres, encabezados por su prelado.

. Y agregó: “Esta naturaleza jerárquica del Opus Dei, establecida en la constitución apostólica con la que erigí la Prelatura (cf. Ut sit, 28 de noviembre de 1982), nos puede servir de punto de partida para consideraciones pastorales ricas en aplicaciones prácticas”.


Desarrollándolas, consideró en primer lugar el papel que en la Prelatura tienen los laicos: “Con su celo apostólico, su amistad fraterna y su caridad solidaria podrán transformar las relaciones sociales diarias en ocasiones para suscitar en sus semejantes la sed de verdad que es la primera condición para el encuentro salvífico con Cristo. Ocho líneas dedicó el Papa en su discurso a la misión de los laicos de la Obra. A los sacerdotes nos dedicó apenas dos, describiendo así nuestra “función primaria insustituible:  la de ayudar a las almas, una a una, por medio de los sacramentos, la predicación y la dirección espiritual, a abrirse al don de la gracia”. Estaba todo dicho. Me alegró mucho esta sintética y exacta declaración de la misión sacerdotal en la Prelatura.

A su vez, en dos momentos se refirió el Papa a otro elemento de especial trascendencia: “Una espiritualidad de comunión valorará al máximo el papel de cada componente eclesial”. Se refería al “alma” del proyecto evangelizador que, al empezar el nuevo milenio, había propuesto a toda la Iglesia. “Espiritualidad de la comunión, había escrito, es saber «dar espacio» al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento”.(ns. 42-43).

Traigo a colación este recuerdo, porque pienso que puede ayudar a clarificar algunas controversias planteadas en torno al Motu proprio del Papa Francisco sobre la Prelatura del Opus Dei. La verdad es que me causan asombro y disgusto, al mismo tiempo, las discusiones sobre la negativa pontificia a que el prelado sea distinguido con el episcopado, como si de ello dependiera todo. Mi experiencia como miembro laico del Opus Dei primero, como sacerdote después, luego como obispo y siendo ahora “emérito” es la misma, desde san Josemaría y siguiendo con sus tres sucesores. Es una experiencia que está más allá de lo canónico: aparte de que ni el fundador del Opus Dei ni ninguno de sus tres sucesores pretendió ni dijo jamás que aspiraba al orden episcopal, ni que fuera imprescindible que el prelado sea obispo, puedo asegurar que, aun contando con los fallos humanos, ad intra et ad extra de la Prelatura sus miembros intentan vivir una delicada “espiritualidad de la comunión”, es decir, “de sentir al hermano de fe … como ‘uno que me pertenece’; de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios”; de ofrecer a cada uno “una verdadera y profunda amistad, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades”. (ib.)



   Creo que “Don Ata” intuyó bien todo esto, tan humano, tan secular, al componer Los hermanos con cadencia de milonga: “Yo tengo tantos hermanos, que no los puedo contar… / Cada cual con su trabajo, con sus sueños cada cual / con la esperanza delante, con los recuerdos detrás… / Gente de mano caliente por eso de la amistad…/ con un horizonte abierto que siempre está más allá y esa fuerza pa’buscarlo con tesón y voluntad… / Y así seguimos andando, curtidos de soledad… y en nosotros nuestros muertos pa’que naides quede atrás”. Esto es todo y no hay nada más.

 

+ Jaime Fuentes. Obispo emérito de Minas (Uruguay)

 

            

viernes, 2 de septiembre de 2022

DOS SANTOS SE ENCUENTRAN: ALBINO LUCIANI Y JOSEMARÍA ESCRIVÁ

Buscar a Dios en el trabajo cotidiano fue el título de este artículo del Cardenal Albino Luciani, futuro Papa Juan Pablo I, publicado en el Gazzettino di Venezia el 25-VII-1978. En él escribe sobre el espíritu que difundió san Josemaría Escrivá: santificar el trabajo, responder a la llamada universal a la santidad de todo cristiano.

En 1941 el español Víctor García Hoz, después de confesarse, escuchó que le decían: "Dios te llama por caminos, de contemplación". Se quedó pasmado. Siempre había escuchado decir que la "contemplación" era una cosa para santos encaminados a la vida mística, cumbre asequible sólo a unos pocos elegidos, gente en la mayoría de los casos retirada del mundo. "Yo, en cambio —escribe Hoz— en aquellos años estaba casado, con dos o tres hijos entonces y esperando, como ocurrió en realidad, la llegada de más hijos, teniendo que trabajar para sacar adelante la familia".

¿Quién era entonces aquel confesor revolucionario, que dejaba de lado las barreras tradicionales, señalando metas místicas incluso a los casados? Era Josemaría Escrivá de Balaguer, un sacerdote español fallecido en Roma en 1975 a los setenta y tres años. Conocido sobre todo por ser el fundador del Opus Dei, asociación difundida en todo el mundo de la cual los diarios se ocuparon a menudo, pero con muchas imprecisiones. ¿Qué hacen realmente, quiénes son, los miembros del Opus Dei? El mismo fundador lo ha dicho: 'Somos —declaró en 1967— un pequeño tanto por ciento de sacerdotes, que antes han ejercido una profesión, un oficio laical; un gran número de sacerdotes seculares de muchas diócesis del mundo; y la gran muchedumbre formada por hombres y por mujeres de diversas naciones, de diversas lenguas, de diversas razas, que viven de su trabajo profesional, casados la mayor parte, solteros muchos otros, que participan con sus conciudadanos en la grave tarea de hacer más humana y más justa la sociedad temporal; en la noble lid de los afanes diarios, con personal responsabilidad, experimentando con los demás hombres, codo con codo, éxitos y fracasos, tratando de cumplir sus deberes y de ejercitar sus derechos sociales y cívicos. Y todo con naturalidad, como cualquier cristiano consciente, sin mentalidad de selectos, fundidos en la masa de sus colegas, mientras procuran detectar los brillos divinos que reverberan en las realidades más vulgares".

                                               


En palabras más modestas, las "realidades más vulgares", el trabajo que nos toca hacer cada día; los "brillos divinos que reverberan" son la vida santa que hemos de sacar adelante. Escrivá de Balaguer, con el Evangelio, decía continuamente: "Cristo no nos pide un poco de bondad, sino mucha bondad. Pero quiere que lleguemos a ella no a través de acciones extraordinarias, sino con acciones comunes, aunque el modo de ejecutar tales acciones no debe ser común".

Allí, nel bel mezzo della strada, en la oficina, en la fábrica, nos hacemos santos a poco que hagamos el propio deber con competencia, por amor de Dios, y alegremente, de manera que el trabajo cotidiano se convierta no en una "tragedia cotidiana", sino en la "sonrisa cotidiana".

Cosas parecidas había enseñado más de trescientos años atrás San Francisco de Sales. Desde el púlpito un predicador había quemado públicamente el libro en el cual el santo explicaba que, con ciertas condiciones, el baile podía ser lícito y, hasta contenía un capítulo entero dedicado a "la honestidad del lecho matrimonial". Escrivá de Balaguer supera en muchos aspectos a Francisco de Sales. Este, también propugna la santidad para todos, pero parece enseñar solamente una "espiritualidad de los laicos" mientras Escrivá quiere una "espiritualidad laical". Es decir, Francisco sugiere casi siempre a los laicos los mismos medios practicados por los religiosos con las adaptaciones oportunas. Escrivá es más radical: habla directamente de "materializar" —en buen sentido— la santificación. Para él, es el mismo trabajo material, lo que debe transformarse en oración y santidad.

El legendario Barón de Münchausen narraba la leyenda de una liebre monstruosa, que tenía dos series de patas: cuatro debajo del vientre, cuatro sobre la espalda. Perseguidos por los cazadores, y sintiéndose casi alcanzado, se daba vuelta, continuando la carrera con las patas frescas. Para el fundador del Opus Dei es monstruosa la vida de los cristianos que desean una doble serie de acciones: una hecha de oraciones a Dios, la otra de trabajo, de diversiones, de vida familiar para sí mismos. No, dice Escrivá, la vida es única, debe ser santificada por entero. Por eso habla de espiritualidad "materializada".

Y habla también de un justo y necesario "anticlericalismo" en el sentido de que los laicos no deben apropiarse de los métodos y oficios de los sacerdotes y de los frailes, y viceversa. Creo que él había heredado este "anticlericalismo" de sus progenitores, especialmente de su padre, un caballero a toda prueba, trabajador, cristiano ferviente, enamoradísimo de su mujer y siempre sonriente. "Lo recuerdo siempre sereno —escribió su hijo— a él le debo la vocación... Por eso soy "paternalista". Otro impulso "anticlerical" le vino probablemente de las investigaciones hechas para su tesis doctoral en derecho canónico sobre el monasterio femenino cisterciense de Las Huelgas, cerca de Burgos. Allí, la abadesa era al mismo tiempo señora, superiora, prelado, gobernador temporal del monasterio, del hospital, de los conventos, iglesias y aldeas dependientes con jurisdicción y poderes reales y cuasi episcopales. Un monstrum también por los múltiples encargos contrapuestos y sobrepuestos. Así acumulados, estos trabajos no eran adecuados para hacer —como quería Escrivá— trabajos de Dios. Porque —decía— ¿como puede ser un trabajo "de Dios" si está mal hecho, de prisa y sin competencia? Un albañil, un arquitecto, un médico, un profesor, ¿cómo puede ser santo si no es también, en lo que de él depende, un buen albañil, un buen arquitecto, un buen médico, un buen profesor? En la misma línea escribía Gilson en 1949: "Nos dicen que ha sido la fe la que construyó las catedrales en la Edad Media; de acuerdo... pero también la geometría tiene su parte". Fe y geometría, fe y trabajo hecho con competencia para Escrivá caminan tomados del brazo: son las dos alas de la santidad.

                                                              


A la propagación de su gran proyecto de espiritualidad, además de sus muy difundidos libros, dedicó una actividad tenacísima y organizó la asociación Opus Dei. "Dad un clavo a un aragonés —dice el proverbio— y lo clavará con su cabeza". Pues bien "yo soy aragonés —escribió— es necesario ser tenaces". No perdía un minuto de tiempo. En España, antes, durante y después de la Guerra Civil, pasaba de las lecciones dadas a los universitarios a cocinar, a limpiar los pisos, a hacer las camas, a atender a los enfermos. "Yo tengo sobre mi conciencia —y con orgullo lo digo— el haber dedicado muchos, muchos millares de horas a confesar niños en las barriadas pobres de Madrid. Venían con los moquitos hasta la boca. Había que empezar limpiándoles la nariz antes de limpiarles un poco aquellas pobres almas". Así ha escrito, demostrando que "la sonrisa diaria" la vivía de verdad. Ha escrito también "me iba a la cama muerto de cansancio. Al levantarme, todavía cansado, por la mañana, me decía: 'Josemaria, antes de almorzar dormirás un poco'. Y cuando salía a la calle, añadía contemplando el panorama de trabajo que se me echaba encima aquel día: 'Josemaría te he engañado otra vez' ".

Pero su gran trabajo, fue fundar y continuar el Opus Dei. El nombre vino por casualidad. "Es necesario trabajar duro: ésta es una obra de Dios", le dijo uno. "Este es el nombre justo —pensó—, obra no mía, sino de Dios, Opus Dei". Esta obra creció bajo sus ojos hasta extenderse a todos los continentes: empezó entonces el trabajo de sus viajes intercontinentales para las nuevas fundaciones y para las conferencias. La extensión, el número y la calidad de los miembros del Opus Dei han hecho pensar en alguna mira de poder, en la férrea obediencia de los gregarios. Lo contrario es lo verdadero: existe sólo el deseo de hacer santos, pero con alegría, con espíritu de servicio y con gran libertad.



"Somos ecuménicos Santo Padre, pero no hemos aprendido el ecumenismo de su Santidad", se permitió un día decir Escrivá al Papa Juan. Este sonrió: sabía que desde 1950 el Opus Dei tenía el permiso de Pío XII de recibir, como cooperadores asociados a los no católicos y a los no cristianos.

Escrivá fumaba siendo estudiante. Al ingresar al seminario, le regaló las pipas y el tabaco al portero y no fumó nunca más. Pero el día en que fueron ordenados los tres primeros sacerdotes del Opus Dei dijo: "Yo no fumo; vosotros tres tampoco; —y dirigiéndose a Don Álvaro— tienes que fumar tú, porque, si no, vuestros hermanos podrían pensar que no está bien el tabaco, y quiero que los demás no se sientan coaccionados en esto y fumen si les da la gana". Sucede alguna vez que alguno de los miembros —a quienes el Opus Dei únicamente ayuda a tomar responsablemente opciones libres— asciende a algún cargo importante, Esto es asunto suyo, no del Opus Dei. Cuando en 1957 una alta personalidad envió a Escrivá sus felicitaciones porque un socio habla sido nombrado ministro en España, obtuvo esta respuesta más bien seca: "¿Qué me importa a mí que sea ministro o barrendero? Lo que me importa es que se santifique con su trabajo".

En esta respuesta está todo Escrivá y el espíritu del Opus Dei: que uno se santifique con su trabajo; aunque sea de ministro.., si ha sido puesto en ese cargo, que se santifique de verdad. El resto importa poco.

 

LA ÚLTIMA CARTA DE JUAN PABLO I

En 1976 el Patriarca de Venecia, cardenal Albino Luciani, publicó el libro Ilustrissimi, una serie de 40 cartas dirigidas a muy diversos destinatarios: Goethe, el rey David, Penélope... En ellas, con gracia y amable ironía, el autor fue transmitiendo diversos aspectos del mensaje cristiano. La última de las cartas, del que ha sido preconizado como Beato Juan Pablo I está dirigida a Jesús.

 

A Jesús

ESCRIBO TEMBLANDO

 

Querido Jesús: He sido objeto de algunas críticas. «Es obispo, es cardenal —dicen—, ha trabajado agotadoramente escribiendo cartas en todas direcciones: a M. Twain, a Péguy, a Casella, a Penélope, a Dickens, a Marlowe, a Goldoni y a no sé cuántos más. ¡Y ni una sola línea a Jesucristo!»

Tú lo sabes. Yo me esfuerzo por mantener contigo un coloquio continuo. Pero traducido en carta me resulta difícil: son cosas personales. ¡Y tan insignificantes! Además, ¿qué voy a escribirte a Ti. de Ti, después de tantos libros como se han escrito sobre Ti? Por otra parte, tenemos el Evangelio. Como el rayo supera cualquier fuego, y el radio todos los demás metales; como un misil supera en velocidad la flecha del pobre salvaje, así el Evangelio supera todos los libros.

No obstante, he aquí mi carta. La escribo temblando, sintiéndome como un pobre sordomudo que hace enormes esfuerzos para hacerse entender, y con el mismo estado de ánimo que Jeremías, cuando, enviado a predicar, te decía, lleno de repugnancia: «¡No soy más que un niño, Señor, y no sé hablar!»

Pilato, al presentarte al pueblo, dijo: ¡He aquí al Hombre! Creía conocerte, pero no conocía siquiera una sola brizna de tu corazón, cuya ternura y misericordia mostraste cien veces de cien maneras diferentes.

Tu madre. Pendiente de la cruz, no quisiste marchar de este mundo sin darle un segundo hijo que se cuidase de e1la, y dijiste a Juan: He ahí a tu madre.

 Los apóstoles. Vivías día y noche con ellos, tratándolos como verdaderos amigos, soportando sus defectos. Les instruiste con paciencia inagotable. La madre de dos de ellos te pide un puesto privilegiado para sus hijos y Tú le respondes: «A mi lado no han de buscarse honores, sino sufrimientos». También los otros anhelan los primeros puestos y Tú les enseñas: «Hay que hacerse pequeños, ponerse en el último lugar, servir».

En el cenáculo les pusiste en guardia: «¡Tendréis miedo y huiréis!» Protestan. El primero y el que más, Pedro, quien luego te negaría tres veces. Tú perdonas a Pedro y le dices tres veces: Apacienta mis ovejas. En cuanto a los demás apóstoles, tu perdón resplandece sobre todo en el capítulo 21 de Juan. Pasan toda la noche en la barca. Antes de clarear el día, Tú, el Resucitado, estás a la orilla del lago. Y les haces de cocinero, de sirviente, encendiendo el fuego, cocinando y preparándoles pescado asado y pan.

Los pecadores. Tú eres el pastor que va en busca de la oveja descarriada y se alegra al encontrarla y lo celebra cuando la devuelve al redil. Tú eres aquel padre bueno que, cuando regresa el hijo pródigo, se le arroja al cuello y lo abraza durante largo tiempo. Escena repetida en todas las páginas del Evangelio: Tú te acercas a los pecadores y pecadoras, comes con ellos, te invitas Tú mismo, si ellos no se atreven a invitarte. Das la impresión —es la que yo tengo— de preocuparte más de los sufrimientos que el pecado causa a los pecadores que de la ofensa que hace a Dios. Infundiéndoles la esperanza del perdón, parece que les dices: «¡Ni siquiera os imagináis la alegría que me produce vuestra conversión!»

Además del corazón, brilla en Ti la inteligencia práctica. Apuntabas siempre al interior del hombre. Los fariseos tenían la cara demacrada a causa de los prolongados ayunos religiosos y Tú manifestaste: «No me gustan esos rostros. El corazón de estos hombres está lejos de Dios. Los impulsos nacen del interior y, por ello, el corazón sirve de módulo para juzgar a los hombres. De dentro del corazón humano salen los malos pensamientos: liviandades, latrocinios, asesinatos, adulterios, codicias, orgullo, vanidad».

Tenías horror a las palabras inútiles: Sea vuestro hablar: sí, sí; no, no; todo lo que pasa de esto, procede del mal. Cuando oréis, no multipliquéis las palabras. Querías hechos reales y moderación: Si ayunas, lávate la cara y perfúmate la cabeza. Cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha. Al leproso curado le ordenaste: No lo digas a nadie. A los padres de la muchacha resucitada les mandaste enérgicamente que no fueran anunciando a bombo y platillo el milagro ocurrido. Solías decir: Yo no busco mi gloria. Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre. En la cruz, antes de morir, dijiste: Todo está cumplido.

                                    


Pero siempre te cuidaste de que las cosas no se hicieran a medias. Cuando los apóstoles te sugirieron: La gente nos sigue hace tiempo; enviémosla a su casa para que coman, Tú respondiste: No, démosle nosotros de comer. Cuando terminaron de comer los panes y los peces milagrosamente multiplicados, añadiste: Recoged las sobras; no está bien que se pierdan. Querías que, al hacer el bien, se cuidaran hasta los menores detalles. Al resucitar a la hija de Jairo, aconsejaste: Ahora, dadle de comer. La gente proclamaba de Ti: ¡Ha hecho bien todas las cosas! 

¡Qué resplandor de inteligencia brotaba de tu predicación! Tus adversarios enviaron desde el templo de Jerusalén guardias para detenerte y éstos volvieron con las manos vacías. «¿Por qué no lo habéis detenido?» Los guardias respondieron: ¡Jamás hombre alguno ha hablado como él! Hechizabas a la gente, la cual afirmó de Ti desde los primeros días: ¡Este sí que habla con autoridad! ¡:Lo contrario de lo que hacen los escribas! ¡Pobres escribas! Encadenados a los 634 preceptos de la Ley, andaban diciendo que el mismo Dios dedicaba cada día un rato al estudio de la Ley y, desde el cielo, pasaba revista a las opiniones de los escribas para estar al corriente de sus progresos.

Tú, por el contrario: Habéis oído que se dijo… Yo, en cambio, os digo… Reivindicabas el derecho y el poder de perfeccionar la Ley como señor de la Ley. Con extraordinario coraje afirmaste: Soy mayor que el templo de Salomón; el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Y no te cansabas nunca de enseñar en las sinagogas, en el templo, sentado en las plazas o sobre el campo, por los caminos, en las casas e incluso durante la comida.

Hoy, todo el mundo pide diálogo, diálogo. He contado tus diálogos en el Evangelio. Son 86: 37 con los discípulos, 22 con gentes del pueblo y 27 con tus adversarios. La pedagogía actual exige la actividad común en torno a los centros de interés. Cuando el Bautista envió, desde la cárcel, a sus discípulos para que te preguntaran quién eras, no perdiste el tiempo en palabrerías. Curaste milagrosamente a todos los enfermos presentes y dijiste a los enviados: Id y decidle a Juan lo que habéis visto y oído. Para los judíos de tu tiempo, Salomón, David y Jonás representaban lo que para nosotros son Dante, Garibaldi y Mazzini. Tú hablabas continuamente de David, Salomón, Jonás y otros personajes populares. Y siempre con valentía.

El día en que enseñaste: Bienaventurados los pobres, bienaventurados los perseguidos, yo no estaba allí. Si hubiera estado junto a Ti, te hubiera susurrado al oído: «Por favor, cambia, Señor, tu discurso, si quieres que alguien te siga. ¿No ves que todos aspiran a las riquezas y a las comodidades? Catón prometió a sus soldados los higos de África, y César las riquezas de la Galia, y, bien o mal, encontraron seguidores. Tú prometes pobreza, persecuciones. ¿Quién quieres que te siga?» Impertérrito, continúas y te oigo decir: Yo soy el grano de trigo que debe morir antes de fructificar. Es preciso que yo sea levantado sobre una cruz; desde ella atraeré a mí el mundo entero. Ya se cumplió esta profecía: Te levantaron sobre la cruz. Tú la aprovechaste para extender los brazos y atraerte a la gente. ¿Quién podrá contar los hombres que han llegado hasta el pie de la cruz, para arrojarse en tus brazos?

Ante este espectáculo de las multitudes que, desde todas las partes del mundo y durante tantos siglos, acuden incesantemente al crucificado, surge la pregunta: ¿Se trata solamente de un hombre extraordinario y bienhechor o de un Dios? Tú mismo diste la respuesta, y quien no tiene los ojos cegados por los prejuicios, sino ávidos de luz, la acepta. Cuando Pedro proclamó: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Tú no sólo aceptaste su confesión, sino que también la premiaste. Siempre reivindicaste para Ti que los judíos consideraban exclusivo de Dios. A pesar de su escándalo, perdonaste los pecados, te manifestaste señor del Sábado, enseñabas con suprema autoridad, y declaraste ser igual al Padre.

Muchas veces trataron de apedrearte como blasfemo, porque decías ser Dios. Finalmente, cuando te prendieron y te llevaron ante el Sanedrín, el sumo sacerdote te preguntó solemnemente: ¿Eres o no eres el Hijo de Dios? Tú respondiste: Lo soy. Y me veréis sentado a la diestra del Padre. Y aceptaste la muerte antes que retractar esta afirmación y negar tu esencia divina.

Estoy acabando de escribir esta carta. Nunca me he sentido tan descontento al escribir como en esta ocasión. Me parece que he omitido la mayoría de las cosas que podían decirse de Ti y que he dicho mal lo que debía haber dicho mucho mejor. Sólo me consuela esto: lo importante no es que uno escriba sobre Cristo, sino que muchos amen e imiten a Cristo. Y, afortunadamente —a pesar de todo—, esto sigue ocurriendo también hoy.

 

Albino Luciani, Ilustrísimos Señores, BAC, Madrid 1978.