Entre 1991 y 2001, se sucedieron las llamadas guerras de los Balcanes, que costaron entre 130.000 y 200.000 muertos y millones de personas que debieron abandonar sus hogares. El miércoles 12 de enero de 1994, Juan Pablo II pronunció estas palabras en la Audiencia General.
Como sabéis, he convocado para el domingo 23 de enero una jornada especial de oración, precedida por un día de ayuno, el viernes 21 de enero, por la paz en los Balcanes. Es sumamente urgente que toda la comunidad eclesial y todos los creyentes eleven una oración insistente por esas queridas poblaciones, a las que seguramente se puede aplicar de forma dramática las palabras de Pascal: "Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo" (Pensées, "Le mystère de Jésus", 553).
Estas palabras afloraron como
pensamiento dominante a lo largo del reciente encuentro de estudio celebrado en
el Vaticano sobre el tema de la paz en los Balcanes. En esa reunión se
hizo un atento análisis de la situación de las poblaciones en los
Balcanes, que ha permitido entender mejor las causas, la realidad y las
consecuencias de ese conflicto sangriento. Es difícil no vislumbrar en los
acontecimientos que vienen sucediéndose desde hace años en la ex Yugoslavia
precisamente "la agonía de Cristo que continúa hasta el fin del
mundo...". Aunque san Pablo recuerda que "Cristo, una vez resucitado
de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío
sobre Él" (Rm 6, 9), esta última no deja de estar presente en
la vida de los hombres. Somos testigos de un proceso de muerte precisamente en
los Balcanes y, por desgracia, testigos impotentes. Cristo sigue
muriendo entre los acontecimientos trágicos que se suceden en esa zona
del mundo, y esto ha sido objeto de nuestra reflexión común. Cristo continúa su
agonía en muchos hermanos y hermanas nuestros: en los hombres y mujeres, en los
niños, en los jóvenes y en los ancianos; en muchos cristianos y musulmanes, en
creyentes y no creyentes.
(Foto El Mundo)
En la guerra de los Balcanes la
mayoría de las víctimas son personas inocentes. Y entre los mismos
militares no son muchos los que tienen la plena responsabilidad de las
operaciones bélicas. Así aconteció en el Gólgota, donde en realidad fueron
pocos los verdaderos culpables de la muerte de Cristo. Los ejecutores
materiales de su muerte e incluso los que gritaban "¡Crucifícale,
crucifícale!" (Lc 23, 21), no sabían lo que estaban haciendo o
pidiendo. Por eso, Jesús dijo desde la cruz: "Padre, perdónales, porque no
saben lo que hacen" (Lc 23, 34).
Pero, ¿es posible realmente afirmar
que las personas y los ambientes responsables de los trágicos acontecimientos
de la ex Yugoslavia no saben lo que hacen? En realidad, no pueden no saberlo.
Tal vez la verdad es que tratan de encontrar justificaciones para su
comportamiento. Nuestro siglo, por desgracia, nos ha suministrado muchos
ejemplos de ese tipo. Los totalitarismos, tanto los de índole nacionalista como
los de índole colectivista han tenido gran difusión en el pasado reciente, y
todos se basaban en la obediencia a ideologías de salvación, que
prometían el paraíso en la tierra para cada persona y para toda la sociedad. En
ese marco se podría decir que lo que está aconteciendo ahora en los Balcanes, a
la luz de la historia reciente de Europa, no constituye ninguna novedad.
Lamentablemente hemos conocido ya la reivindicación del espacio
vital (Lebensraum), como también la idea de una nación elegida,
de una raza o clase privilegiada.
Al final de la segunda guerra
mundial, en el momento del despertar de las conciencias, la humanidad cayó en
la cuenta de que todo eso era contrario al bien del hombre y de las naciones.
La primera respuesta a la crueldad de ese tremendo conflicto fue la Declaración
universal de los derechos del hombre. Y, precisamente en los Balcanes,
parece que se ha vuelto, en cierto sentido, al punto de partida. Los derechos
del hombre son violados de manera espantosa y trágica, y los responsables
llegan a justificar sus actos con el principio de la obediencia a las órdenes y
a determinadas ideologías. Así, resuenan, también ahora, las palabras de Cristo
dirigidas al Padre: "Perdónales, porque no saben lo que hacen".
Si existe de hecho cierta
inconsciencia de la gravedad del momento, eso no nos exime de tomar posición
según criterios de objetividad frente a una situación tan trágica. Los
responsables de los crueles delitos de la segunda guerra mundial fueron
juzgados y el proceso en Occidente concluyó en un período de tiempo
relativamente corto. En Europa oriental, por el contrario, se tuvo que esperar
hasta el año 1989, y hasta el día de hoy no todos los culpables de las
múltiples y documentadas violaciones de los derechos humanos han recibido una
justa condena.
Lo que está sucediendo en los
Balcanes suscita espontáneamente reflexiones de este tipo. Con todo, aunque
reconocemos la necesidad de hacer justicia con respecto a los culpables, no
podemos olvidar el grito de Cristo en la cruz: Perdónales... No
pueden olvidarlo la Iglesia y la Sede Apostólica, ni los ambientes ecuménicos
que llevan de verdad en su corazón la causa de la unidad de los cristianos. No
pueden olvidarlo los defensores de los derechos del hombre, que hablan en
nombre de las organizaciones internacionales europeas y mundiales. Desde luego,
no se trata de una indulgencia superficial frente al mal, sino de un esfuerzo
sincero de imparcialidad y de la necesaria comprensión con respecto a quienes
han actuado impulsados por una conciencia errónea.
De todo ello se habló a lo largo
del encuentro celebrado recientemente en el Vaticano. Y la conclusión general a
que se llegó fue la siguiente: problemas tan graves no se pueden resolver sin
hacer referencia a Cristo.
Se dijo que en los Balcanes los
cristianos, por haber cedido a presiones ideológicas de diversa índole, han
perdido credibilidad. Por consiguiente, cada uno debe asumir su propia parte de
responsabilidad. Con todo, la debilidad de los cristianos pone aún más
de relieve el poder de Cristo. Sin Él no se pueden resolver problemas que
resultan cada vez más complicados para las instituciones y las organizaciones
internacionales, así como para los diversos gobiernos involucrados en el
conflicto.
Si parece imposible llegar a una
solución duradera y pacífica, ¿es sólo por falta de buena voluntad de las
partes enfrentadas? ¿Se puede aplicar también aquí el grito de Cristo:
"Perdónales, porque no saben lo que hacen?" Es de suponer que todos
los que se hallan implicados quieran razonablemente evitar lo peor, es decir,
la multiplicación de los enfrentamientos, que corren el peligro de convertirse
en el inicio de una guerra europea o, incluso, mundial.
La Sede Apostólica, por su parte, no cesa de recordar el principio de la intervención humanitaria. No se trata, en primer lugar, de una intervención de índole militar, sino de todo tipo de medidas que se encaminen a lograr el desarme del agresor. Ese principio encuentra una aplicación precisa en los preocupantes acontecimientos de los Balcanes. En la enseñanza moral de la Iglesia toda agresión militar se considera moralmente mala, por el contrario, la legítima defensa es admisible y, a veces, debida. La historia de nuestro siglo ofrece numerosos casos que confirman esa enseñanza.
La intervención humanitaria más poderosa sigue siendo siempre la oración, pues constituye un enorme poder espiritual, sobre todo cuando va acompañada por el sacrificio y el sufrimiento. ¡Cuántos sacrificios, cuántos sufrimientos están afrontando los hombres y las naciones de esa atormentada zona de los Balcanes! Aunque no sea perceptible a una mirada superficial, y aunque muchos no lo reconozcan, la oración unida al sacrificio constituye la fuerza más poderosa de la historia humana. Como dice san Pablo, es algo así como "amontonar ascuas sobre la cabeza" de quienes cometen delitos e injusticias (cf. Rm 12, 20); es como "espada de dos filos, que penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón" (Hb 4, 12).
La oración es también un arma para
los débiles y para cuantos sufren alguna injusticia. Es el arma de la lucha
espiritual que la Iglesia libra en el mundo, pues no dispone de otras armas. La
Jornada mundial de la paz es una fuerte llamada anual a la oración. El año
pasado tuvo como prolongación el encuentro especial celebrado en Asís, con la
participación de los representantes de las naciones balcánicas. Este año, por
el contrario, está prevista para el domingo 23 de enero una jornada de
oración por la paz, durante la semana de oración por la unidad de los
cristianos.
El reciente encuentro de estudio,
en el que tomaron parte expertos cualificados, tenía como objetivo contribuir a
la preparación de la Jornada especial del próximo día 23 de
enero, para que cuente con una participación mayor y más ferviente. La oración
nos debe unir realmente a todos frente a Dios, Padre justo y rico en
misericordia.
El año pasado fue beatificada
sor Faustina Kowalska, a quien Cristo llamó a un vasto apostolado de
misericordia, en vísperas de la segunda guerra mundial. Sor Faustina era
consciente de la importancia del mensaje que le encomendó Cristo, pero no podía
prever la enorme difusión que tendría en el mundo, pocos años después de su
muerte. La humanidad entera tiene necesidad de ese mensaje sobre la
misericordia de Dios. Y de Él tiene necesidad el mundo de hoy, en especial la
atormentada zona de los Balcanes. El mensaje de la misericordia de Dios es, al
mismo tiempo, una fuerte invitación a una confianza más viva: ¡Jesús, confío
en ti! Es difícil encontrar palabras más elocuentes que las que nos legó
sor Faustina.
¡Jesús, confío en ti! Ésa es
la esperanza que nos ha guiado en estos días de reflexión común, teniendo viva la
conciencia de que la paz en los Balcanes es posible. Spes contra spem!
¡Nada es imposible para Dios!
Es posible, sobre todo, la
conversión, que puede transformar el odio en amor y la guerra en paz.
Por eso, se vuelve más insistente y
confiada nuestra oración: ¡Jesús, confío en ti!
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