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lunes, 9 de mayo de 2022

EL SOTANOSAURIO

            Fue hace una cantidad de años, a fines de la década del 70. El Obispo de San José de Mayo era monseñor Herbé Seijas, amigo de mi familia. Yo era un sacerdote casi de estreno: había recibido la ordenación en 1973 y al año siguiente ya estaba trabajando  en Montevideo. El caso es que me encontré aquí con monseñor Seijas y enseguida me pidió si podía ir a San José tal fin de semana, para ayudar con las Misas: - Es que tenemos varios casamientos, me explicó, y Misas y no hay curas… Le dije que sí, naturalmente.

            El párroco de la Catedral de San José era el P. Palermo, tan recordado y tan querido. Me dio un abrazo muy afectuoso cuando llegué, mientras exclamaba sonriente: - ¡Sos el último sotanosaurio!... Sí, yo usaba entonces la sotana con la que había sido ordenado. Era la prenda todouso en la que me embutía al levantarme y me despedía de ella al irme a la cama: Misas, confesiones, reuniones, comidas; caminatas, viajes en ómnibus… siempre con sotana; me parecía lo más lógico del mundo.



            En nuestro laico país educado, que conste, nunca nadie comentó o se rió o sonrió de mi sotana. Pero, con el correr de poco tiempo más, viendo que se iba normalizando su desuso entre los clérigos, tomé la decisión de reservarla para la celebración de los sacramentos y, en las demás actividades, usar el traje negro (clergyman) con camisa y cuellito.

            Han pasado muchos años, estamos en tiempos de full freedom. Pero advierto que, precisamente en este contexto, la sotana del sacerdote ha adquirido una inesperada estimación.

            Algo intuía yo, porque vistiéndola recientemente por la calle había escuchado algún comentario tipo “¡mirá, un Padre!”… Ayer tuve la confirmación de este interesante cambio cultural.

             Me habían pedido ir a la Médica Uruguaya a atender a una señora. Sábado, de 4 a 6 de la tarde horario de visitas, allá vamos, con sotana, a la Torre D, piso 5º. Portero de la entrada: - Sí, mire: vaya hasta donde están las cajas; agarra a la derecha y ahí está el ascensor para el quinto piso. Ascensorista mujer: - Ahora lo dejo en otra planta; sigue hasta el fondo y toma el ascensor para la torre D. ¡Adiós, encantada! Ascensorista hombre: - ¿Cómo anda?... Sí, hasta las seis, pero cada tanto hay un hueco y uno se puede ventilar un poco. ¡Gracias!

            Encuentro la habitación. La señora está con una acompañante de servicio, que enseguida se levanta y me deja a solas con ella. Dice la paciente: “¡qué alegría que haya venido, Padre!”. En la cama de al lado duerme otra señora, también ella acompañada. La acompañante, acurrucada en su sillón, no se mueve.

            Confesión y Unción de los enfermos para la paciente. Y justo entran un enfermero y una enfermera para darle un calmante (la señora es fuerte y no se queja, pero sufre mucho: fracturada la cadera e infección en una pierna). El enfermero, nada más verme exclama: - ¿Qué hace falta para casarse por la Iglesia? ¡Porque yo quiero casarme por la Iglesia! – ¿Y para cuándo sería? – No, todavía no; es para saber. Porque yo quiero que sea por la Iglesia, reitera. – Bueno, lo primero es tener una novia… ¿Ya la tenés? – No, todavía no; pero la voy a encontrar. – Averiguá dónde te bautizaron y pedí un certificado de tu bautismo… Interviene entonces la enfermera: - Yo no sé si estoy bautizada. A mí me dieron el “agua de socorro”… Hablamos sobre esto. Unos minutos más y salen de la habitación dándome las gracias.

            Pude entonces darle la Comunión a mi paciente, que estaba realmente Feliz. Al terminar, la acompañante de la otra señora dejó su sillón y se acercó a preguntarme: - Padre, si mi hijo quiere casarse por la Iglesia, ¿qué tengo que hacer? La delata el acento: - Sí, soy venezolana. Y me cuenta cuándo llegó a Uruguay, por qué vino, dónde vive con su hijo, que ya se ennovió con otra venezolana y a lo mejor se casan pronto, y lo agradecida que está a Dios y al país…

            Después de 40 minutos, más o menos, me despido y emprendo la retirada:  ensotanado y renovando el propósito de seguir usándola: no sé qué tiene, pero es un imán que invita a acercarse y da confianza. ¿Sotanosaurio?... Voy a cruzar avenida Italia y oigo un grito que alguien lanza desde un ómnibus que pasa: “¡Padree!”…      

 

           

 

jueves, 5 de mayo de 2022

SI PARA ALGO SIRVE LA HISTORIA...

Entre 1991 y 2001, se sucedieron las llamadas guerras de los Balcanes, que costaron entre 130.000 y 200.000 muertos y millones de personas que debieron abandonar sus hogares. El miércoles 12 de enero de 1994, Juan Pablo II pronunció estas palabras en la Audiencia General. 

Como sabéis, he convocado para el domingo 23 de enero una jornada especial de oración, precedida por un día de ayuno, el viernes 21 de enero, por la paz en los Balcanes. Es sumamente urgente que toda la comunidad eclesial y todos los creyentes eleven una oración insistente por esas queridas poblaciones, a las que seguramente se puede aplicar de forma dramática las palabras de Pascal: "Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo" (Pensées, "Le mystère de Jésus", 553).

Estas palabras afloraron como pensamiento dominante a lo largo del reciente encuentro de estudio celebrado en el Vaticano sobre el tema de la paz en los Balcanes. En esa reunión se hizo un atento análisis de la situación de las poblaciones en los Balcanes, que ha permitido entender mejor las causas, la realidad y las consecuencias de ese conflicto sangriento. Es difícil no vislumbrar en los acontecimientos que vienen sucediéndose desde hace años en la ex Yugoslavia precisamente "la agonía de Cristo que continúa hasta el fin del mundo...". Aunque san Pablo recuerda que "Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre Él" (Rm 6, 9), esta última no deja de estar presente en la vida de los hombres. Somos testigos de un proceso de muerte precisamente en los Balcanes y, por desgracia, testigos impotentes. Cristo sigue muriendo entre los acontecimientos trágicos que se suceden en esa zona del mundo, y esto ha sido objeto de nuestra reflexión común. Cristo continúa su agonía en muchos hermanos y hermanas nuestros: en los hombres y mujeres, en los niños, en los jóvenes y en los ancianos; en muchos cristianos y musulmanes, en creyentes y no creyentes.


(Foto El Mundo)

En la guerra de los Balcanes la mayoría de las víctimas son personas inocentes. Y entre los mismos militares no son muchos los que tienen la plena responsabilidad de las operaciones bélicas. Así aconteció en el Gólgota, donde en realidad fueron pocos los verdaderos culpables de la muerte de Cristo. Los ejecutores materiales de su muerte e incluso los que gritaban "¡Crucifícale, crucifícale!" (Lc 23, 21), no sabían lo que estaban haciendo o pidiendo. Por eso, Jesús dijo desde la cruz: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34).

Pero, ¿es posible realmente afirmar que las personas y los ambientes responsables de los trágicos acontecimientos de la ex Yugoslavia no saben lo que hacen? En realidad, no pueden no saberlo. Tal vez la verdad es que tratan de encontrar justificaciones para su comportamiento. Nuestro siglo, por desgracia, nos ha suministrado muchos ejemplos de ese tipo. Los totalitarismos, tanto los de índole nacionalista como los de índole colectivista han tenido gran difusión en el pasado reciente, y todos se basaban en la obediencia a ideologías de salvación, que prometían el paraíso en la tierra para cada persona y para toda la sociedad. En ese marco se podría decir que lo que está aconteciendo ahora en los Balcanes, a la luz de la historia reciente de Europa, no constituye ninguna novedad. Lamentablemente hemos conocido ya la reivindicación del espacio vital (Lebensraum), como también la idea de una nación elegida, de una raza o clase privilegiada.

Al final de la segunda guerra mundial, en el momento del despertar de las conciencias, la humanidad cayó en la cuenta de que todo eso era contrario al bien del hombre y de las naciones. La primera respuesta a la crueldad de ese tremendo conflicto fue la Declaración universal de los derechos del hombre. Y, precisamente en los Balcanes, parece que se ha vuelto, en cierto sentido, al punto de partida. Los derechos del hombre son violados de manera espantosa y trágica, y los responsables llegan a justificar sus actos con el principio de la obediencia a las órdenes y a determinadas ideologías. Así, resuenan, también ahora, las palabras de Cristo dirigidas al Padre: "Perdónales, porque no saben lo que hacen".

Si existe de hecho cierta inconsciencia de la gravedad del momento, eso no nos exime de tomar posición según criterios de objetividad frente a una situación tan trágica. Los responsables de los crueles delitos de la segunda guerra mundial fueron juzgados y el proceso en Occidente concluyó en un período de tiempo relativamente corto. En Europa oriental, por el contrario, se tuvo que esperar hasta el año 1989, y hasta el día de hoy no todos los culpables de las múltiples y documentadas violaciones de los derechos humanos han recibido una justa condena.

Lo que está sucediendo en los Balcanes suscita espontáneamente reflexiones de este tipo. Con todo, aunque reconocemos la necesidad de hacer justicia con respecto a los culpables, no podemos olvidar el grito de Cristo en la cruz: Perdónales... No pueden olvidarlo la Iglesia y la Sede Apostólica, ni los ambientes ecuménicos que llevan de verdad en su corazón la causa de la unidad de los cristianos. No pueden olvidarlo los defensores de los derechos del hombre, que hablan en nombre de las organizaciones internacionales europeas y mundiales. Desde luego, no se trata de una indulgencia superficial frente al mal, sino de un esfuerzo sincero de imparcialidad y de la necesaria comprensión con respecto a quienes han actuado impulsados por una conciencia errónea.



De todo ello se habló a lo largo del encuentro celebrado recientemente en el Vaticano. Y la conclusión general a que se llegó fue la siguiente: problemas tan graves no se pueden resolver sin hacer referencia a Cristo.

Se dijo que en los Balcanes los cristianos, por haber cedido a presiones ideológicas de diversa índole, han perdido credibilidad. Por consiguiente, cada uno debe asumir su propia parte de responsabilidad. Con todo, la debilidad de los cristianos pone aún más de relieve el poder de Cristo. Sin Él no se pueden resolver problemas que resultan cada vez más complicados para las instituciones y las organizaciones internacionales, así como para los diversos gobiernos involucrados en el conflicto.

Si parece imposible llegar a una solución duradera y pacífica, ¿es sólo por falta de buena voluntad de las partes enfrentadas? ¿Se puede aplicar también aquí el grito de Cristo: "Perdónales, porque no saben lo que hacen?" Es de suponer que todos los que se hallan implicados quieran razonablemente evitar lo peor, es decir, la multiplicación de los enfrentamientos, que corren el peligro de convertirse en el inicio de una guerra europea o, incluso, mundial.

La Sede Apostólica, por su parte, no cesa de recordar el principio de la intervención humanitaria. No se trata, en primer lugar, de una intervención de índole militar, sino de todo tipo de medidas que se encaminen a lograr el desarme del agresor. Ese principio encuentra una aplicación precisa en los preocupantes acontecimientos de los Balcanes. En la enseñanza moral de la Iglesia toda agresión militar se considera moralmente mala, por el contrario, la legítima defensa es admisible y, a veces, debida. La historia de nuestro siglo ofrece numerosos casos que confirman esa enseñanza.

La intervención humanitaria más poderosa sigue siendo siempre la oración, pues constituye un enorme poder espiritual, sobre todo cuando va acompañada por el sacrificio y el sufrimiento. ¡Cuántos sacrificios, cuántos sufrimientos están afrontando los hombres y las naciones de esa atormentada zona de los Balcanes! Aunque no sea perceptible a una mirada superficial, y aunque muchos no lo reconozcan, la oración unida al sacrificio constituye la fuerza más poderosa de la historia humana. Como dice san Pablo, es algo así como "amontonar ascuas sobre la cabeza" de quienes cometen delitos e injusticias (cf. Rm 12, 20); es como "espada de dos filos, que penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón" (Hb 4, 12).

La oración es también un arma para los débiles y para cuantos sufren alguna injusticia. Es el arma de la lucha espiritual que la Iglesia libra en el mundo, pues no dispone de otras armas. La Jornada mundial de la paz es una fuerte llamada anual a la oración. El año pasado tuvo como prolongación el encuentro especial celebrado en Asís, con la participación de los representantes de las naciones balcánicas. Este año, por el contrario, está prevista para el domingo 23 de enero una jornada de oración por la paz, durante la semana de oración por la unidad de los cristianos.

El reciente encuentro de estudio, en el que tomaron parte expertos cualificados, tenía como objetivo contribuir a la preparación de la Jornada especial del próximo día 23 de enero, para que cuente con una participación mayor y más ferviente. La oración nos debe unir realmente a todos frente a Dios, Padre justo y rico en misericordia.

El año pasado fue beatificada sor Faustina Kowalska, a quien Cristo llamó a un vasto apostolado de misericordia, en vísperas de la segunda guerra mundial. Sor Faustina era consciente de la importancia del mensaje que le encomendó Cristo, pero no podía prever la enorme difusión que tendría en el mundo, pocos años después de su muerte. La humanidad entera tiene necesidad de ese mensaje sobre la misericordia de Dios. Y de Él tiene necesidad el mundo de hoy, en especial la atormentada zona de los Balcanes. El mensaje de la misericordia de Dios es, al mismo tiempo, una fuerte invitación a una confianza más viva: ¡Jesús, confío en ti! Es difícil encontrar palabras más elocuentes que las que nos legó sor Faustina.

¡Jesús, confío en ti! Ésa es la esperanza que nos ha guiado en estos días de reflexión común, teniendo viva la conciencia de que la paz en los Balcanes es posible. Spes contra spem! ¡Nada es imposible para Dios!

Es posible, sobre todo, la conversión, que puede transformar el odio en amor y la guerra en paz.

Por eso, se vuelve más insistente y confiada nuestra oración: ¡Jesús, confío en ti!