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viernes, 10 de diciembre de 2021

A VUELTAS CON LA LIBERTAD

RÉMI BRAGUE

Nació en París el 8 de septiembre de 1947. Doctor en Filosofía desde 1976. Ha sido catedrático en la Universidad de París I Panthéon-Sorbonne y, desde 2002 hasta 2012, fue también titular de la cátedra Guardini en la Ludwig-Maximilians-Universität de Múnich, además de profesor visitante en diversos ateneos europeos y americanos. Ha recibido numerosas distinciones, como el premio Josef Pieper en 2009 y el premio Joseph Ratzinger en 2012. Está casado y tiene cuatro hijos. 

El proyecto moderno trajo aparejada la posibilidad de su propio deceso. Buscaba una humanidad autónoma. Quería que la humanidad se alzara sobre su propio terreno, que se determinara a sí misma y no permitiera a nadie más hacerlo. La modernidad, al menos en su forma más tardía —digamos que a partir de los años cuarenta del siglo XIX— se empeñó en abandonar cualquier referente externo y trascendente.

Este es, por cierto, el periodo en el que se acuñaron la palabra «humanismo» y sus cognados, y en el que se recubrieron de los matices semánticos actuales, primero en Alemania y luego en Gran Bretaña y Francia. Suponiendo que la humanidad pueda autodeterminarse, siendo ella el único agente de este proceso: ¿por qué habría de elegir ser en lugar de no ser? ¿Por qué habría de interpretarse positivamente la autodeterminación? ¿Qué motivos podrían inclinar la balanza a favor de ser en lugar de no ser? Si no podemos crearnos a nosotros mismos, la elección está entre aceptarnos —con suerte mientras tratamos de ser mejores— y destruirnos. La autodestrucción es más fácil que aceptarnos y/o mejorarnos a nosotros mismos.

Ya no se trata de una cuestión académica. Por todos es ahora sabido que la humanidad puso y continúa poniendo su supervivencia en peligro. Ya lleva arriesgándola bastante tiempo. Repasemos los principales peligros. Dos de ellos son obvios y manidos: la guerra nuclear y la destrucción del medio ambiente. Yo añadiría un tercero menos evidente: las bajas tasas de natalidad, que pueden llevar al naufragio general de la humanidad, empezando por los países más «modernos».

Se nos proponen muchas estrategias para obviar algunos de estos retos, y algunas de ellas se aplican. No necesito insistir en lo que ya es patente: los medios de comunicación están repletos de ellas. Por otro lado, hay una pregunta que no se ha respondido, y que ni siquiera se ha respondido en los términos precisos: ¿por qué debería existir el ser humano? En palabras de uno de los pensadores británicos más agudos, Bertie Wooster: «Y bien, ¿quién quiere seguir adelante con la raza humana?». El joven caballero «desdeñable en lo intelectual» se hace inesperadamente eco de la pregunta que plantea un personaje de Tolstói: «¿Para qué ha de perpetuarse el género humano?». En resumidas cuentas, ¿por qué es mejor la existencia del ser humano que su inexistencia o su desaparición?

Me refiero, que conste, a una extinción pacífica. Una violenta está fuera de cuestión. Se pueden encontrar obvias objeciones morales a la idea de infligir sufrimiento y causar la muerte de nuestros congéneres. Podemos aplicar el mismo baremo a contaminar la tierra y arruinar la vida de otras personas. ¿Pero cómo podemos decir que no tener hijos es moralmente malo per se? En los dos primeros casos, hacemos claramente daño a otros seres vivos. ¿Pero a quién se lo hacemos al no tener hijos? Puede que hasta engendrarlos esté moralmente mal. Eso es al menos lo que defiende un filósofo sudafricano llamado David Benatar.

El empeño de basar la humanidad del hombre exclusivamente en el hombre tuvo éxito en cuanto al fomento de un comportamiento decente en la especie humana. Antaño el hombre buscaba basar las organizaciones y la vida social, bien en algo sobrehumano —la Naturaleza o Dios—, bien en la mezcla de ambos, en la forma de una naturaleza divinizada o en un Dios que apenas se distingue de su creación.

No necesitamos tal cosa como organizar nuestra coexistencia, al menos en principio. Únicamente tenemos que negociar cómo llevarnos bien entre nosotros con base en nuestros intereses. Que conste que esto solo sucederá si somos lo suficientemente listos como para entender dónde se encuentra nuestro auténtico interés y tenemos en cuenta el largo plazo. De todos modos, insisto: al menos en principio, para construir una sociedad decente no necesitamos, como reza una famosa expresión ficticia atribuida a Alexander Hamilton, «ayuda externa». Pero una sociedad, sea decente o no, primero tiene que existir, y está compuesta de seres humanos. Y repito una vez más: ¿por qué habrían de existir los seres humanos?

 Rémi Brague, Manicomio de verdades: remedios medievales para la era moderna. Encuentro, Madrid 2019.


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