Estoy cansado, la verdad sea dicha. Primero fue para legalizar el
aborto; ahora, para legalizar la eutanasia y el suicidio. Decían y dicen: “usted
no puede imponer a nadie sus creencias religiosas”. Estoy cansado de explicar
que no se trata de “imponer” sino de “proponer”, porque en una sociedad
democrática la “creencia religiosa” tiene tanto derecho a ser propuesta, como toda
la gama de ideologías que están detrás de no pocas argumentaciones. Insisten: “sus
compromisos religiosos le impiden ser objetivo”… Y yo digo que cada uno
hace sus objetivas elecciones y trata de ir viviendo: con Dios o con el diablo.
Vayamos al núcleo de la cuestión. Es obvio que, detrás del empeño para
que se dé a los médicos licencia para matar, lo que hay es un completo ateísmo,
es decir, la convicción de que Dios no existe. En consecuencia, la vida es mía
y solo mía, y puedo decidir terminar con ella cuando tenga “insoportables
dolores”… o en cualquier momento, ¿por qué no? Naturalmente, si Dios no existe
no hay nada que esperar después de la muerte, ni premio ni castigo: desaparecemos
y… “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”.
Concebir mi vida sin Dios y sin esperanza, me provoca una auténtica
angustia, qué quieren que les diga. Pero la angustia se convierte en desolación,
si imagino que la mayoría de mis compatriotas son ateos, es decir, que viven convencidos
de que Dios no existe. ¿Será así? No, no me lo creo; la experiencia me dice
otra cosa.
Sería desolador en lo personal y
en lo colectivo. Un personaje de Los Hermanos Karamazov aseguraba con
razón: “Si Dios no existe, todo está permitido”. El suicidio porque tengo
fuertes dolores; o porque me aburrí de vivir, ¿qué más da?
Mi fe religiosa, en cambio… Mi fe religiosa, aquello en lo que yo creo (not
to think but to believe), que llena de luz mi vida y me señala por dónde
tengo que caminar para llegar al cielo, me dice algo tan hermoso como esto: Este
mundo es el camino para el otro /que es morada sin pesar/ mas cumple tener buen
tino/ para andar esta jornada sin errar…
Me preguntan: - ¿Y por qué usted cree en lo que cree? – Porque lo
aprendí de chico, lo estudié de adolescente, lo profundicé de joven y en la
madurez; y ahora, que soy viejo, cada día admiro y amo más: porque lo que mi fe
me propone es ¡divino!, literalmente y sin ninguna duda.
Siguen preguntándome: - ¿Y por qué dice que no a la eutanasia? –
Porque me sé portador de un principio de vida espiritual, que se llama alma, que
no lo recibí de mis padres sino de Dios. Es espiritual, no se ve, pero gracias
a ella es que puedo crear, imaginar, soñar más allá del espacio y del tiempo, más allá de mi misma vida…
Continúan preguntando: - ¿Para
usted qué es el hombre, qué dice su fe? – ¡Para mí, para mí!… ¿A quién le
importará mi “para mí” en estos asuntos? Como si se tratara de opinar sobre un celular
o sobre un futbolista… En fin, dejémoslo estar. Lo que dice mi fe se encuentra
en el libro del Génesis: que el hombre fue creado por Dios “a su imagen” y
“le insufló un aliento de vida”, ¡de su misma vida divina! En consecuencia:
los padres de una criatura le dan a un hijo la vida física, pero es el mismo
Dios quien crea para Él un alma que lo hace ser persona, único, irrepetible…
(Una mamá me contó que, haciendo un poco de aspaviento, le había pedido a su
hijo de seis años: - ¿No le vas a dar eso a tu madre, ¡a tu madre que te dio el
ser!?”. Y su hijo: - ¿Qué es el ser? La madre, sorprendida: - ¿El ser?...
Bueno, la vida… El hijo: - Vos no me diste el ser. - ¿Ah, no? ¿Quién te lo
dio?... - ¡Dios!, ¿quién va a ser?). Sigamos.
De manera que, desde hace desde hace no menos de treinta y pico de siglos, cuando
se habría terminado de componer el Genésis, los hombres sabemos quiénes somos: “imagen de Dios”, del único
Dios, el que creó este planeta Tierra y lo dio como regalo al hombre, por puro
amor, para que lo disfrutara y lo cuidara, y al que insufló su aliento divino. Aliento
que, obviamente, no está compuesto de partes y por lo tanto no puede
corromperse. En suma: el hombre tiene un alma inmortal, que perdura más allá de
la muerte del cuerpo. El ser humano está destinado, siendo imagen de Dios, a
conocer y a amar al Creador que le da el ser y lo conserva en él. Me encanta esta guajira: “Cuando más
tranquilo estaba/sin pensar en tu cariño/quiso Dios que te quisiera/ y te quise
con delirio/. Y te seguiré queriendo/ hasta después de la muerte/ yo te quiero
con el alma/ y el alma nunca se muere.
Hay mucho, muchísimo más para decir, pero pienso que lo dicho es
suficiente para entender que no nos pertenecemos, que la vida es el mayor
regalo que Dios le hace a una criatura y, porque de Dios procede, es la razón más alta de la dignidad humana. Es
también suficiente para comprender que no somos los dueños, sino los
administradores del asombroso tesoro que es la vida, la que yo tengo que
administrar mientras viva. En este contexto, ¿es razonable dejar de lado la “creencia
religiosa” al poner en juego, en un proyecto de ley, nada menos que el destino
eterno de la persona?
Me preguntan: - ¿Y qué pasa con los que no creen, con los que no
tienen fe? Lo siento por ellos, ¡de verdad! Pero así como respeto su
increencia, pido que respeten lo que creemos miles y miles de mujeres y hombres
y que lo tengan en cuenta: así como los legisladores prestan atención al
ateísmo, al agnosticismo y al indiferentismo, pido que atiendan a quienes creen
en una religión, el cristianismo, sobre la que se edificó la civilización
occidental, ¿es poco? ¿Acaso son más “objetivos” los que practican el no-Dios y
no creen en el alma inmortal? ¿Cómo no sentir una des-almada discriminación?
Me protestan: - ¡Pero usted no le resuelve el problema al que sufre
dolores insoportables! Y pregunto: ¿lo resuelve el asesinato? La fe me
empuja a poner todo de mi parte para aliviar los dolores de esa persona, pero
quitarle la vida o quitármela, NO: es una gravísima ofensa a Dios. Por lo
demás, hay modos y modos de sobrellevar esos dolores: con el auxilio de la fe
es mucho más fácil, lo reconozco. Por eso, ¡qué importante es conocerla!
Nos quedamos aquí, apenas en el umbral de lo que enseña la fe acerca de
la vida y de la muerte, que a todos nos llegará. Ante ella uno puede ensayar lo
de esta copla: “Cada vez que yo me acuerdo / que me tengo que morir, / echo una mantita
al suelo / y me harto de dormir”. No es recomendable. En cambio, ¿verdad
que es inspirador el epitafio que lucirá en la tumba de un poeta católico?
“Esperanza, compañeros./ Las almas viven, y encima /resucitarán los
cuerpos”.
+
Jaime Fuentes
Obispo emérito de Minas
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