Cuantas veces paso por Tres Cruces y la veo allí, recortada
sobre el cielo, blanca y elegante como una novia, la cruz que nos dejó san Juan
Pablo II me habla desde más allá del tiempo… Ahora, cuando se cumplen cien años
del nacimiento del Papa Magno, lo hace aún con mayor elocuencia.
La cruz me recuerda, enseguida, las palabras de Aquel a quien
san Juan Pablo II debió representar durante más de veinticinco años: - “El
que quiera seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame”.
En estos tiempos raros que nos han tocado, a los ojos
de muchas personas la cruz tiene nombre propio: se llama Covid-19 y, como bien
sabemos, todo lo que se haga es poco para evitar que actúe. La sola posibilidad
imaginaria de que “me toque”, es causa de inquietud…
Pensándolo mejor, sin embargo, si la condición que señaló el
Maestro para seguirlo es llevar la cruz cada día, ¿no habrá que
encontrarla en realidades menudas, ordinarias, antes que en un suceso
extraordinario como el ataque del bicho?
Volvamos a la visita de Juan Pablo II al Uruguay. Aquel 31 de
marzo de 1987, cuando llegó a Montevideo llovía a baldes, sin consideración. El
presidente Sanguinetti lo recibió con impermeable, los paraguas eran puramente
simbólicos para proteger al Papa del agua mientras pasaba revista, con mucha
paz, a las tropas formadas en la pista del aeropuerto…
Al llegar a la Catedral, lo recuerdo muy bien, para
encontrarse con sacerdotes y religiosos, su sotana blanca estaba arrugada por
el agua. El papamóvil no había podido resistir la fuerza de la lluvia… Pero Juan
Pablo II había recorrido la rambla saludando, mirando y bendiciendo con enorme
cariño a la gente que, para verlo pasar, lo esperaba cantando bajo la lluvia… Un
niño describió su experiencia en una carta: Querido Papa: tengo 10 años, soy uruguayo y vivo en Montevideo su
capital. Yo te fui a ver cuando vinistes e incluso lo tengo grabado. No me voy
a olvidar nunca cuando vinistes la primera vez yo era muy chico y estaba
lloviendo. El Papamóvil se detuvo y tú me mirastes detenidamente porque era
chico estaba debajo de la lluvia y me vendecistes. Testimonios como este, de un encuentro personal con el Papa en medio de
la multitud, los hay en cantidad.
Una vez que terminó el acto en la Catedral, fue hasta el Palacio
Taranco: a saludar, a saludar, a saludar y a pronunciar otro discurso… Y de ahí
a la Nunciatura, sin apuro, como disfrutando el atardecer de una primavera…
bajo agua. A la gente joven que lo esperaba en el portón de la casa, después de
escucharlos un rato les aseguró: - Ahora vamos a dormir, que mañana hará buen
tiempo. ¡Adiós!
A la mañana siguiente, cuando empezó la Misa en Tres Cruces,
dejó de llover. Fue una celebración cuidada en todos los detalles. Y el Papa se
sintió muy a gusto. Mientras pronunciaba la homilía, varias veces lo
interrumpieron los gritos que pedían que volviera… Juan Pablo II bromeaba: -
¡Pero si todavía no me fui!...
Al terminar agradeció la “buena música” de la orquesta del
SODRE y aseguró que iba a regresar al Uruguay. Después saludó uno a uno a los
enfermos, colocados en la primera fila de los asistentes. Tenía todo el tiempo
del mundo para entregarse a ellos.
Al mediodía salía el avión que lo llevaba a Chile. Apenas
habían transcurrido poco más de doce horas desde su llegada, y ya estaba el
Papa en el aeropuerto despidiéndose de las mismas autoridades que lo habían
recibido la tarde anterior. Y dentro de tres horas estaría en Santiago,
saludando de nuevo, sonriendo, escuchando…
La cruz que presidió la Misa es enorme y pesa mucho: es la
cruz del Papa, la que debió llevar cada día durante más de un cuarto de siglo. Y
lo hizo; por eso es un gran santo; precisamente porque supo unir su cruz a la
Cruz.
En 1998 tuve la suerte de ir a Cuba, a informar sobre el
viaje de Juan Pablo II a la isla. El último día, en un libro de José Martí,
encontré por casualidad unos versos que son la explicación exacta de su vida: Cuando
al peso de la Cruz/ el hombre morir resuelve/ sale a hacer el bien y vuelve/
como en un baño de luz.
Celebrando un siglo de su nacimiento, le pido a san Juan
Pablo II, Magno, que me enseñe un poquito a llevar mi cruz - ¡qué pequeñez! - como él cargó con la suya: con elegancia, con
una sonrisa, con un renovado recomienzo cada día… Me parece que este el camino
para mejorar el mundo.
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