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miércoles, 1 de abril de 2020

CONMOVER EL CORAZÓN DE DIOS


          Las deudas con las madres no existen, simplemente porque, para ellas mismas, es un concepto desconocido. No obstante, ¿qué hijo no siente la necesidad de manifestar a la madre la gratitud por su cariño, por sus cuidados, por su bondad?...  

          La Iglesia, en el correr de los siglos, ha madurado distintas formas de venerar y agradecer a la Santísima Virgen el amor que tiene por sus hijos. Así, en diferentes circunstancias, han nacido las celebraciones litúrgicas de sus fiestas; se han compuesto himnos, oraciones y poemas en su honor; los artistas de todas las artes han dado lo mejor de su genio para representarla; se dedican a advocaciones marianas santuarios, catedrales, parroquias, capillas, ermitas; nacen hasta el día de hoy instituciones, en número imposible de contar, encomendadas a su patrocinio… La Madre de la Iglesia, desde el arranque de la fe cristiana, está universalmente presente en la vida de sus hijos.

          Un elemento distingue a todas estas expresiones de amor filial a la Virgen: siempre están orientadas a la gloria de la Santísima Trinidad y al reconocimiento de la obra redentora de Jesucristo, que de Ella tomó carne como la nuestra por obra del Espíritu Santo y por eso es Hijo de Dios y de María. Es Jesús nuestro salvador, el principio y el fin de nuestra fe, a Él y sólo a Él se dirige nuestra adoración.

Las expresiones de devoción hacia su Madre deben conducir siempre a la mayor gloria de Dios. Desde que Ella conoció el divino plan de salvación de los hombres, su vida estuvo dominada por un solo deseo: “Fiat! ¡Hágase!, que se cumpla el querer de Dios en mí, yo soy su servidora; Él miró mi humildad; hagan ustedes lo que Él les diga”. En definitiva, una devoción a la Virgen que no tuviera esta orientación trinitaria y no llevara a Cristo debería ser corregida. Al mismo tiempo hay que decir, que nada agrada más a la Trinidad Santísima, después del honor debido a Jesucristo, que las muestras de amor para con su Madre. Es así porque ambos corazones, el de Jesús y el de María son, en misteriosa realidad, “un solo corazón y una sola alma” (Hechos, 4, 32): el sagrado corazón de Jesús fue modelado bajo el inmaculado corazón de María; y el de su Madre, desde siempre y hasta siempre, late al unísono con el de su Hijo.

          Nos preguntamos de nuevo: advirtiendo las continuas llamadas a la conversión que Ella nos ha dirigido durante el siglo que pasó (ya hablamos de esto en el primer post) y la deriva secularizadora del mundo, así como la apostasía que se verifica en la Iglesia, ¿qué conmovería el corazón infinitamente amoroso de Dios, para lograr que, a pesar de todo, tenga misericordia de nosotros?

          Desde el 16 de octubre de 1978 y durante 26 años y cinco meses, la Iglesia y el mundo disfrutaron de un Papa santo que se distinguió de una manera incomparable, en toda la historia de la Iglesia, por su inmenso amor a la Santísima Virgen. A Ella le consagró cada uno de los países que visitó; coronó sus imágenes; fue a visitarla en sus “casas” con devoción de romero; promovió incansablemente el rezo del santo rosario; confió a su intercesión materna el final del régimen comunista; profundizó en la enseñanza acerca de la Virgen y le dejó a la Iglesia un tesoro de doctrina extraordinario… Sin duda, san Juan Pablo II es el que mejor puede indicarnos: “por aquí, por aquí”…

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