Las deudas con las madres no existen, simplemente porque,
para ellas mismas, es un concepto desconocido. No obstante, ¿qué hijo no siente
la necesidad de manifestar a la madre la gratitud por su cariño, por sus cuidados, por su bondad?...
La Iglesia, en el correr de los siglos, ha madurado
distintas formas de venerar y agradecer a la Santísima Virgen el amor que tiene
por sus hijos. Así, en diferentes circunstancias, han nacido las celebraciones litúrgicas
de sus fiestas; se han compuesto himnos, oraciones y poemas en su honor; los
artistas de todas las artes han dado lo mejor de su genio para representarla;
se dedican a advocaciones marianas santuarios, catedrales, parroquias,
capillas, ermitas; nacen hasta el día de hoy instituciones, en número imposible
de contar, encomendadas a su patrocinio… La Madre de la Iglesia, desde el
arranque de la fe cristiana, está universalmente presente en la vida de sus
hijos.
Un
elemento distingue a todas estas expresiones de amor filial a la Virgen: siempre
están orientadas a la gloria de la Santísima Trinidad y al reconocimiento de la
obra redentora de Jesucristo, que de Ella tomó carne como la nuestra por obra
del Espíritu Santo y por eso es Hijo de Dios y de María. Es Jesús nuestro
salvador, el principio y el fin de nuestra fe, a Él y sólo a Él se dirige
nuestra adoración.
Las
expresiones de devoción hacia su Madre deben conducir siempre a la mayor gloria
de Dios. Desde que Ella conoció el divino plan de salvación de los hombres, su
vida estuvo dominada por un solo deseo: “Fiat! ¡Hágase!, que se cumpla el
querer de Dios en mí, yo soy su servidora; Él miró mi humildad; hagan ustedes
lo que Él les diga”. En definitiva, una devoción a la Virgen que no tuviera
esta orientación trinitaria y no llevara a Cristo debería ser corregida. Al
mismo tiempo hay que decir, que nada agrada más a la Trinidad Santísima, después
del honor debido a Jesucristo, que las muestras de amor para con su Madre. Es
así porque ambos corazones, el de Jesús y el de María son, en misteriosa
realidad, “un solo corazón y una sola alma” (Hechos, 4, 32): el sagrado corazón
de Jesús fue modelado bajo el inmaculado corazón de María; y el de su Madre,
desde siempre y hasta siempre, late al unísono con el de su Hijo.
Nos preguntamos de nuevo: advirtiendo las continuas
llamadas a la conversión que Ella nos ha dirigido durante el siglo que pasó (ya
hablamos de esto en el primer post) y la deriva secularizadora del mundo, así
como la apostasía que se verifica en la Iglesia, ¿qué conmovería el corazón infinitamente
amoroso de Dios, para lograr que, a pesar de todo, tenga misericordia de
nosotros?
Desde el 16 de octubre de 1978 y durante 26 años y cinco
meses, la Iglesia y el mundo disfrutaron de un Papa santo que se distinguió de
una manera incomparable, en toda la historia de la Iglesia, por su inmenso amor
a la Santísima Virgen. A Ella le consagró cada uno de los países que visitó;
coronó sus imágenes; fue a visitarla en sus “casas” con devoción de romero; promovió
incansablemente el rezo del santo rosario; confió a su intercesión materna el
final del régimen comunista; profundizó en la enseñanza acerca de la Virgen y le
dejó a la Iglesia un tesoro de doctrina extraordinario… Sin duda, san Juan
Pablo II es el que mejor puede indicarnos: “por aquí, por aquí”…
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