Al
celebrar los cien años del nacimiento de san Juan Pablo II Magno, deseo abrir
el precioso cofre de su magisterio mariano para contemplar la que es, sin duda,
su joya más valiosa: su enseñanza sobre la maternidad de la Santísima Virgen.
A mi modo de ver, el gran pontífice dejó
preparado para la Iglesia un magnífico regalo, que está a la espera de ser descubierto:
no sólo para admirarlo, sino para alegrar con él la vida de la Iglesia, y de
millones de hombres y mujeres que, quizás más que nunca en la historia,
necesitan la ternura, el consuelo y la esperanza que sólo la Madre del cielo
puede dar.
En el año 1989 publiqué en Montevideo
el librito TODO POR MEDIO DE MARÍA (Ediciones Aquileo). Cinco
años más tarde, a medida que avanzaba en el estudio del creciente y profundo
magisterio mariano del Papa, con el mismo título y subtitulado La
confianza de Juan Pablo II en la Santísima Virgen (Ediciones LEA) nació un
libro considerablemente ampliado. Fruto del estudio de los años posteriores, publiqué
en Argentina una primera y una segunda edición del volumen, subtitulado Juan
Pablo II y la mediación maternal de la Santísima Virgen (Ediciones Logos,
2010). En junio de 2015, finalmente, en Minas, sinteticé en un folleto de 36
páginas todo lo estudiado: María, Madre y Mediadora, esperanza de la Iglesia
en la hora de la nueva evangelización.

Ahora me propongo hacer una “síntesis
de la síntesis”, por así decir, acerca de la enseñanza de san Juan Pablo II
sobre la maternidad de la Santísima Virgen. Para facilitar la lectura prescindo casi por
completo del aparato crítico (notas y citas) que se encuentran en las
publicaciones citadas.
Todo
por medio de María
Antes de comenzar un concierto sinfónico, el director de la
orquesta llama la atención de los músicos golpeando suavemente la batuta sobre
el atril. Todos lo miran: el director toma aire, levanta sus brazos y arranca,
vibrante, el primer movimiento, cuya melodía animará el entero concierto.
Esto hizo Juan Pablo II, apenas ocho
meses después de ser elegido como sucesor de Pedro. Tras haber consagrado
la Iglesia a la Santísima Virgen en la basílica de Santa María la Mayor (8 de
diciembre de 1978) y en el santuario de la Virgen de Guadalupe, en México (27
de enero de 1979), encontrándose por primera vez en su patria (4 de junio de
1979) y en el mejor de los escenarios -el santuario de Jasna Gora donde se
venera a la Virgen de Czestokowa, Reina de Polonia-, junto con el episcopado
polaco en pleno y ante un auditorio de millones de fieles, interpretó el primer
movimiento, esencial, del concierto mariano que continuaría desplegando a lo
largo de todo su pontificado.
En su
homilía, el Pastor Supremo de la Iglesia hizo afirmaciones de extraordinario
relieve. Recordando que en 1966 el episcopado polaco había realizado en ese
mismo lugar un acto de consagración a la Madre de Dios, por la libertad de la
Iglesia en el mundo y en Polonia, el nuevo sucesor de Pedro asumió como propio ese
hecho, actualizándolo al tiempo que le tocaba vivir y al futuro de la Iglesia:

Es un
grito que parte del corazón y de la voluntad; grito de todo el ser cristiano,
de la persona y de la comunidad por el pleno derecho de anunciar el mensaje
salvífico; grito que quiere hacerse universalmente eficaz, arraigándose en la
época presente y en la futura. ¡Todo por medio de María! Y
añadió: Esta es la interpretación auténtica de la presencia de la Madre de
Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia, como proclama el capítulo VIII
de la Constitución Lumen Gentium. Y concluyó: Esta
interpretación se ajusta a la tradición de los santos como Bernardo de
Claraval, Grignion de Montfort, Maximiliano Kolbe.
Tiene
una capital importancia esta declaración del Papa:
a) porque enseña que, para llevar a cabo su labor
evangelizadora, la Iglesia deberá contar siempre y en todo con la intercesión
de María y, a su vez, esta certeza deberá encarnarse de tal modo que arraigue
para siempre -en la época presente y en la futura- en todo su
existir;
b)
porque comprometió su suprema autoridad de
magisterio, proclamando que la maternidad espiritual de la Virgen, que se
expresa en su mediación ante Dios, es la interpretación auténtica, o
sea, llena de la autoridad que le viene de Cristo, de la doctrina del Concilio
sobre Santa María, la Madre de Dios;
c)
porque recurrió al testimonio de la Tradición
de los santos para fundamentar su
enseñanza.
Como
dijimos, la riquísima enseñanza de Juan Pablo II sobre la Santísima Virgen -“ningún
Papa dedicó tanto tiempo a la catequesis mariana” (Perrella)- fue un
desarrollo orgánico de su certeza de fe en la intercesión materna de María.
Años más tarde, cuando publique el libro Cruzando el umbral de la esperanza,
reiterará por escrito su convicción: “Cristo vencerá por medio de Ella,
porque Él quiere que las victorias de la Iglesia en el mundo contemporáneo y en
el mundo del futuro estén unidas a Ella”. ¿Cómo hacer realidad este deseo?
La
Iglesia coopera con María
Estamos en un tiempo de oscuridad, de un batallar
permanente de toda una cultura sin Dios contra la Iglesia y sus enseñanzas,
contra la familia, sustento de la civilización, contra toda norma moral… El papa
emérito, Benedicto XVI, ha vuelto a declararlo en su biografía recién publicada
en alemán: “La sociedad moderna está formulando
un credo anticristiano, y oponerse a él se castiga con la excomunión social. El
temor ante este poder espiritual del anticristo es algo natural; se precisa
realmente la ayuda de la oración de toda una diócesis y de la Iglesia universal
para oponerse a él”. ¿Qué hacer, por dónde debe ir la Iglesia para
enfrentarse a esta realidad muchas veces denunciada también por el papa
Francisco, y continuar su misión salvadora en el mundo? ¿Cómo “hacer
intervenir” a la Madre de la Iglesia en esta lucha?
Al
convocar el Año Mariano de 1987-1988, san Juan Pablo II se planteaba esta misma
inquietud. En la encíclica La Madre del
Redentor, escribió que, además de “recordar
todo lo que en su pasado testimonia la especial y materna cooperación de la
Madre de Dios en la obra de la salvación en Cristo Señor, la Iglesia debería “preparar, por su parte, cara al futuro las vías de esta cooperación”. Dicho de otra manera, el papa deseaba
encontrar para la Iglesia de nuestro
milenio el camino más seguro, que
le facilite a Santa María el ejercicio de su intercesión materna. ¿Dónde
se encuentra y cómo llegar a él?

En mi opinión, se encuentra llevando
a la práctica lo que enseña hermosamente el Catecismo de la Iglesia Católica: los dogmas son luces en el camino de nuestra fe, lo iluminan y lo hacen seguro (n. 89). Es una afirmación preñada de
fe y esperanza. Los dogmas, en efecto, tienen la garantía divina de la verdad
que enseñan. Cuando celebramos la Inmaculada Concepción de la Virgen cada 8 de
diciembre, o su Asunción al cielo en cuerpo y alma el 15 de agosto, ¿no
experimentamos en la Iglesia un sentimiento de particular alegría, que se
vuelca en manifestaciones y celebraciones de toda clase?... ¡Son verdades
reveladas por Dios que nos llenan de gozo y esperanza!
Una antigua propuesta actual
La propuesta de una nueva definición
dogmática mariana es antigua; se remonta, al menos, a los comienzos del siglo
XX, cuando el cardenal Mercier, arzobispo de Malinas-Bruselas, comenzó un
movimiento de petición de la definición dogmática de María como Mediadora. A su vez, la totalidad de los obispos
mexicanos elevó al Papa Pío XII, el 14 de octubre de 1954, una petición para
que definiera dogmáticamente la Maternidad espiritual de María. Volvieron a
insistir ante Juan XXIII el 16 de octubre de 1959, una vez anunciada la
convocatoria del Concilio Vaticano II, pero, como es sabido, no entraba en las
intenciones del Concilio definir dogmas.
En tiempos más cercanos, se destaca el movimiento Vox Populi Mariae
Mediatrici que patrocina, con millones de fieles, la definición de la
Virgen como Madre de Todos los Pueblos, Corredentora, Mediadora de todas las
gracias y Abogada. En esta oportunidad (agosto de 1996) el Papa quiso conocer
la opinión de la Pontificia Academia Mariana Internacional acerca de “la
posibilidad y la oportunidad de la definición de los títulos marianos”.
Reunida en Czestokowa, la comisión de la PAMI nombrada a tal efecto, se expidió
negativamente. Aún más recientemente, en febrero de 2008, cinco cardenales
enviaron una carta a los purpurados de todo el mundo, invitándolos a unirse a
ellos para pedir a Benedicto XVI que proclame a María “Madre espiritual de
toda la humanidad, corredentora con Jesús Redentor, mediadora de todas las
gracias con Jesús, único mediador, y abogada con Jesucristo en favor del género
humano”.
Estas peticiones, no obstante el empeño de sus
promotores, no han encontrado eco en la Santa Sede. ¿Por qué motivo? En mi
opinión, porque, como escribió el antiguo rector de la universidad “Marianum” “la
historia de los dogmas y de la teología enseña que la Iglesia, después de
largas y sufridas discusiones, define una doctrina que entiende
plenamente contenida en la divina Revelación” (S. Perrella). Dicho de otra
manera: así como en otros tiempos se explicaban los privilegios de la Madre de
Dios recapitulándolos en los grandes títulos marianos, después del impulso que dio el Concilio
Vaticano II para fundamentar la doctrina en la Palabra de Dios revelada en la
Sagrada Escritura, tal modo de hacer se ha demostrado infructuoso.
Juan Pablo II siguió el camino
conciliar durante todo su pontificado (aquí y ahora no podemos explicitarlo con
detalle), de manera que la Iglesia llegara a comprender en profundidad la doctrina de la maternidad
espiritual de la Santísima Virgen, manifestada en la historia multisecular
de la Iglesia por el recurso filial del pueblo cristiano. En suma, su labor de
magisterio fue una preciosa verificación de que, “aunque la Revelación esté
acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana
comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos” (CIC,
n. 66).

Llegados a este punto, es natural preguntarse:
teniendo en cuenta lo que se ha dicho acerca de lo que representan los dogmas
para la vida de fe de los creyentes; teniendo en cuenta el magisterio petrino
sobre la maternidad de la Santísima Virgen; considerando también que cada vez
es mayor en todo el mundo el recurso a su intercesión; en los tiempos que viven la Iglesia y el
mundo, ¿sería conveniente proceder a definir el dogma de la Maternidad
espiritual de la Santísima Virgen?
El gran peso de las razones a
favor
Por diez distintos motivos, pienso que la
respuesta a esta pregunta es afirmativa.
1)
Al
clausurar la tercera sesión del Concilio Vaticano, el papa san Pablo VI expuso
un principio de comprensión de la misión de la Iglesia que, en la turbulencia que
hoy la agita, es un refugio inalterable: “el conocimiento de la verdadera doctrina católica sobre María será
siempre la llave de la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la
Iglesia”. Fue una precisión clave la del sumo pontífice, desde el
momento en que por todas partes se difundían y se siguen difundiendo ideas
erróneas sobre el Verbo Encarnado y sobre la Iglesia, que comparten el
desconocimiento de su naturaleza sobrenatural. El acto pontificio definitorio
acerca de la Maternidad espiritual de María, ¿no sería el disparador de un renovado
descubrimiento del misterio sublime de la Santísima Virgen y, en
consecuencia, del misterio de la filiación de los hombres en Cristo su Hijo
(hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo) y, por tanto, del misterio
de la Iglesia?
2)
En ese
mismo sentido, y en continuidad con lo que acabamos de decir, hay que subrayar
la necesidad de redescubrir y fomentar, a la luz del misterio materno de María,
el carácter materno de la Iglesia,
tema esencial del cual el papa Francisco no se cansa de predicar. La reafirmación dogmática de la
convicción, ya presente en la fe del pueblo de Dios, acerca de María como Madre
espiritual de todos los hombres, ¿no llevaría a toda la Iglesia a profundizar
en el significado de la vocación bautismal cristiana y de la unidad del
pueblo de Dios?
3)
La
proclamación de la Maternidad espiritual de María y el ejercicio de su maternal
intercesión significaría también un
reforzamiento del sentido de la esperanza cristiana de los fieles. Los
obispos latinoamericanos manifestaban su preocupación porque “numerosas personas pierden el sentido
trascendente de sus vidas y abandonan las prácticas religiosas, y, por otro
lado, que un número significativo de católicos está abandonando la Iglesia para
pasarse a otros grupos religiosos” (Aparecida,
n. 98 f). A su vez, los
obispos europeos diagnosticaban en 2003: “los
hombres viven hoy sin esperanza. En la raíz del problema está el intento de hacer prevalecer una antropología sin Dios y sin Cristo.
Esta forma de pensar ha llevado a considerar al hombre como «el centro absoluto
de la realidad, haciéndolo ocupar así falsamente el lugar de Dios y olvidando
que no es el hombre el que hace a Dios, sino que es Dios quien hace al hombre.
El olvido de Dios condujo al abandono del hombre, por lo que no es extraño que
en este contexto se haya abierto un amplísimo campo para el libre desarrollo
del nihilismo, en la filosofía; del relativismo en la gnoseología y en la
moral; y del pragmatismo y hasta del hedonismo cínico en la configuración de la
existencia diaria. La cultura
europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre
autosuficiente que vive como si Dios no existiera” (Juan Pablo II, Ex. Ap. Ecclesia
in Europa, n. 9). El acto pontificio que proponemos,
¿no supondría también un reforzamiento en los fieles de la comprensión de su
identidad de cristianos y, por expresarlo así, una defensa oportuna de los
valores que caracterizan el significado de la existencia humana vivida bajo la
luz de Cristo, colmada de esperanza y capaz de transmitir esperanza?
4)
La Iglesia
del siglo XXI tiene necesidad particular de
madres de familia formadas a semejanza
de su Madre: generosas hasta el heroísmo, abnegadas hasta el amor a la
Cruz, audaces y perseverantes, amantes de la familia y expertas en
humanidad. ¿Acaso la proclamación
dogmática de la Maternidad espiritual de María no supondría un extraordinario incentivo
en las madres cristianas y en todas las mujeres, para despertar la
dimensión evangelizadora de su condición personal de hijas de Dios a imagen de
Cristo y de María?
5)
Por todo
el mundo se difunde la “cultura de la muerte”, en particular el abominable
crimen del aborto. Legalizada su práctica en no pocos países, a la conciencia “le cuesta cada vez más percibir la
distinción entre el bien y el mal en lo referente al valor fundamental mismo de
la vida humana” (Juan
Pablo II, enc. Evangelium
vitae, n. 4). María es esencialmente Madre: del Verbo Encarnado, de todos
los hombres y mujeres que habitan la tierra, incluidas aquellas que recurren al
aborto. La proclamación dogmática de la Maternidad espiritual de la Santísima
Virgen, ¿no llevaría a una clarificación de las conciencias, de manera que quienes
duden si abortar o no, busquen a la “Madre del Buen Consejo” y encuentren en
ella consuelo y arrepentimiento? Asimismo, las mujeres que han sufrido el drama
de un aborto y cargan con su culpa durante toda la vida, ¿no sentirán el alivio
de su pena y se acercarán nuevamente al Redentor, mediante la intercesión de la
“Madre de Misericordia”, de quien jamás se oyó decir que haya abandonado a uno
de sus hijos?
6)
Conviene
recordar las lecciones de la historia: ella “enseña que, pese a ciertas apariencias en contrario, ha sido siempre una situación de amenaza
para la Iglesia la que ha conducido a la formulación de los dogmas” (M. Schmaus). Actualmente
la Iglesia sufre el embate de la “ideología de género” y de un laicismo
confesional, agresivo e intolerante, que pretende borrar la idea misma de Dios
y destruir la familia, Iglesia doméstica y célula primordial de la sociedad.
Asimismo, el fundamentalismo musulmán es en distintos lugares de la tierra una
gran amenaza para nuestros hermanos en la fe, de los cuales se cuentan por
millares los que por ella han dado su vida o han debido exiliarse de sus
patrias. La definición dogmática de la Maternidad espiritual de María, ¿no
provocaría el redescubrimiento de la divina grandeza de la maternidad de la
mujer, frente a las ideologías que pretenden anularla? A su vez, teniendo
en cuenta que las personas que profesan serenamente la religión musulmana
manifiestan un respeto y cariño especiales a la Madre de Jesús, ¿no
contribuiría su exaltación a un entendimiento mayor con los cristianos?
7)
Las
definiciones de los dogmas marianos, escribía Charles Journet, uno de los
grandes teólogos del siglo XX, “se
corresponden secretamente con los grandes acontecimientos de la Iglesia”.
Después de ilustrar su afirmación con ejemplos de la historia, se adelantaba a
nuestro tiempo y en 1954, apenas cuatro años después de la definición dogmática
de la Asunción, escribía: “la doctrina de la mediación corredentora de la Virgen, (expresión de su Maternidad espiritual) que quizás será definida el día de mañana,
recordará a los cristianos que, a
imagen de María, unida al sacrificio redentor que su Hijo ofrecía en el
Calvario por toda la humanidad, ellos son invitados, en un universo cada vez más solidario económicamente pero cada vez más
dividido espiritualmente, a ser en Cristo y por Cristo con toda la Iglesia,
no solamente miembros “salvados”, sino miembros “salvadores” de este mundo contemporáneo
que les es hostil y de los millones de almas que encierra”. Urgidos cada día más por un proyecto apostólico de gran aliento
y de dimensiones universales, que ha de ser llevado a la práctica por todos los
cristianos, ¿no encontraría este propósito un fuerte punto de apoyo y una
fuente de desarrollo, en la firme convicción de fe de contar para su
realización con la eficaz intercesión de la Madre de la Iglesia y de cada uno
de los fieles?
8)
“¡Abrid las puertas a
Cristo!”,
exclamaba Juan Pablo II al comenzar su pontificado. Nadie pudo prever entonces,
ni cómo ni cuándo tendría lugar esa deseada apertura al Verbo Encarnado y a la
Iglesia, de los países dominados por el comunismo, en los cuales hoy vive la
Iglesia en libertad. El acto pontificio del que estamos tratando, al mismo tiempo
que solemne expresión de gratitud de la Iglesia para con su Madre, ¿no aparece
como prenda de la anhelada cooperación
de la Iglesia con María, para acometer la nueva etapa de la evangelización?
9)
Vivimos en
un tiempo de “pensamiento débil”, de un subjetivismo que todo lo relativiza y,
simultáneamente, la nuestra es una época de credulidad en la que encuentran su
lugar, como verdades de fe, fantasías asombrosas. Muchas
personas sedientas de certeza, ¿cabe dudar de que se acercarán a la Iglesia
atraídas por la seguridad del Magisterio
infalible, que garantice la realidad divina de la Maternidad espiritual de
la Virgen, de su amable cercanía a todos los hombres?
10)
Comentando
el sentido del dogma de la Asunción de la Virgen en cuerpo y alma al Cielo, J. Ratzinger
entendía que “la fuerza motriz decisiva
en esta definición fue el culto a María; que el dogma, por así decir, tiene su origen, su fuerza motriz y también su
objetivo no sólo en el contenido de una proposición, cuando más bien en un
homenaje, en un acto de exaltación”. María, con su cariño materno,
atrae a multitudes en todos los sitios. ¿No debería la Iglesia –“es de bien
nacidos ser agradecidos”- corresponder a sus desvelos con el acto que
proponemos?
La dificultad ecuménica
La pregunta clave, frente a la propuesta de definición
dogmática, salta a la vista: ¿cómo afectaría este acto al ecumenismo, actividad
primordial de la Iglesia post conciliar, estimulada por san Juan Pablo II, por
el papa emérito y por su sucesor, el papa Francisco?
Convendría hacer una
distinción: por lo que respecta al diálogo con los protestantes, hay que
tener presente, siguiendo al cardenal Ratzinger, que “el abismo que separa ambas realidades (Iglesia Católica y confesiones de la Reforma) se ha hecho demasiado profundo. (…) Realmente hay que constatar que el protestantismo
ha dado pasos que más bien lo alejan de nosotros: con la ordenación de mujeres,
la aceptación de uniones homosexuales y cosas semejantes. Hay también otras
posturas éticas, otras conformidades con el espíritu de la actualidad que
dificultan el diálogo. Naturalmente, al mismo tiempo hay en las comunidades
protestantes personas que tienden vivamente hacia la auténtica sustancia de la
fe y que no aprueban esta actitud de las grandes Iglesias”.
Las cosas son distintas en la relación
de la Iglesia Católica con la Ortodoxa y, particularmente, por la fe y la
piedad marianas que distinguen a estas Iglesias hermanas. “Lo que es obligatorio como doctrina dogmática para todos los ortodoxos,
dice el teólogo ortodoxo A. Stawrowsky,
son las siguientes definiciones de la Iglesia sobre la Santísima Virgen María:
1.- Ella es Madre de Dios y no sólo Madre de Cristo: Theotokos, según la
definición del III Concilio ecuménico de Éfeso, del 431. 2.- Ella es siempre
Virgen. (…) 3.- Ella es la intermediaria del género humano ante su Hijo, según
la definición del IV Concilio ecuménico”.
Esta coincidencia doctrinal anima a continuar con
particular esperanza el diálogo ecuménico con la Iglesia Ortodoxa: “según la lógica de su corazón materno, presagiaba
Juan Pablo II, Ella nos ayudará a hallar
el camino del acuerdo mutuo entre el Occidente católico y el Oriente ortodoxo”.
La profunda piedad hacia la Madre de Dios, nos ha llevado a “un profundo acuerdo entre católicos y ortodoxos
sobre el valor de la presencia de María en la vida cristiana”. ¿No cabe
esperar que la unidad buscada cristalice, al menos, en un acuerdo para honrar
definitivamente a la Madre de Dios como Madre nuestra?
Previsibles reacciones. La “ley
del progreso mariano”.
Es
natural preguntarse –más todavía en este tiempo en el que vivimos bajo la dictadura del relativismo- qué reacción puede
provocar, fuera y dentro de la Iglesia, el acto de magisterio solemne
pontificio, infalible por su naturaleza, que proponemos.
Para los que
pertenecen a otras confesiones distintas de la Iglesia Católica y viven en la
lógica de la tolerancia racionalista, seguramente resultará un acto
intolerable. En consecuencia, el Papa será atacado por todos los medios de
comunicación “tolerantes”. Pero bien sabe Francisco, al igual que su antecesor
y que todos los obispos de Roma, que “la
Iglesia, el cristiano y sobre todo el papa, -afirmaba J. Ratzinger- debe
contar con que el testimonio que tiene que dar se convierta en escándalo, no
sea aceptado, y que, entonces, sea puesto en la situación de testigo, en la
situación de Cristo sufriente”.
Se puede adelantar,
por otra parte, que en el seno de la Iglesia ha de verificarse la “ley del
progreso mariano” enunciada por Journet. La densidad de la cita justifica su
extensión.
Por la
identidad que existe entre María y la Iglesia, el gran teólogo suizo hacía ver
que, “por un destino a la vez trágico y
grandioso, los progresos de la piedad
mariana y eclesial, a medida que son más necesarios a la Iglesia, obligada a tomar una conciencia sin cesar más
neta de su diferencia específica por la cual ella es la sal de la tierra, corren el riesgo al mismo tiempo de separar más y más a los pueblos que
ella tiene la misión de evangelizar.
Las definiciones
dogmáticas sobre la Virgen y la Iglesia (…) tienen el efecto, por un lado, de
reunir las fuerzas vivas de la Iglesia cara a los supremos combates y, por
otro, de alejarla cada vez más de un mundo en el que su ley es vivir -“Padre, no te pido que los saques del
mundo, sino que los guardes del mal” (Jn 17, 15)- para llevarle la sangre de la redención.
Aquí abajo, la ley de lo sobrenatural es
no poder comenzar a reunir si no es venciendo muchas resistencias. Desde el principio, Cristo no puede
anunciar el sacramento por excelencia de la unidad de su Iglesia, sin aumentar
las divisiones: “Desde ese momento, muchos de sus discípulos lo dejaron y no
fueron más con Él” (Jn 6, 66).
La misma ley continúa rigiendo en la
Iglesia. Hace falta comprender con suficiente magnanimidad que, cuando se preparan nuevas definiciones
dogmáticas del magisterio solemne, muchos cristianos, que a pesar de
todo permanecerán fieles a su fe católica hasta el final, se dejarán sin
embargo invadir y se sentirán heridos por consideraciones “demasiado humanas”,
de las que ninguno de nosotros puede creerse totalmente eximido.
Cuando tratan de pensar individualmente,
los vemos dividirse en dos grupos extremos. Unos, en los cuales el celo no está
incontaminado, se exaltan pensando poder lanzar al mundo nuevos desafíos, con
el fin de agravar su situación y de precipitar su catástrofe. Otros lamentan
que se agrande el desgarrón por el que la Iglesia se separa no solamente del
mundo, sino también de las Iglesias disidentes; se afligen por lo que se
atreven a llamar un endurecimiento progresivo de la revelación evangélica, y
lloran con toda la sinceridad de sus corazones, debido a la inoportunidad de
nuevas definiciones.
Solamente la
contemplación de la ley trágica y grandiosa del progreso del reino de Dios en
el tiempo, es capaz de levantar el corazón de los cristianos, por encima de
estas dos formas contrarias de error. La Iglesia, que no está
hecha de nuestros defectos y lleva al Espíritu Santo, sabe adónde va. Ninguno
de sus hijos lo sabe plenamente; solamente Dios, que es Maestro de la historia
y de la marcha de la Iglesia”.
Consultar al pueblo
A
fines del siglo pasado, otro gran teólogo, el cardenal John Henry Newman, canonizado por el papa
Francisco, defendió la importancia de consultar a los laicos cuando se prepara
una definición dogmática. ¿Por qué? “La
respuesta es inmediata: porque el cuerpo de los fieles es uno de los testigos
del carácter tradicional de la doctrina revelada, y porque dicho consensus a través de la Cristiandad, es la voz de la
Iglesia Infalible”.
Ahondando en su afirmación, explicaba que “si hay una instancia en
la que (el laicado) debería
ser consultado, es respecto de doctrinas concernientes directamente a lo
devocional. (…) El pueblo fiel
tiene una especial función en lo que respecta a aquellas verdades doctrinales
relacionadas con lo cultual. (…) Y la
Santísima Virgen es preeminentemente objeto de devoción, razón por la cual, repetimos,
aun cuando los obispos ya se habían pronunciado favorablemente a favor de su
absoluta impecabilidad (se refiere a la consulta que hizo Pío IX antes de
definir la Inmaculada Concepción), el
Papa, no contento con esto, quiso conocer el parecer de los fieles”.
En la
oportunidad de realizar un acto extraordinario de magisterio acerca de la
doctrina de la Maternidad espiritual de María, el camino señalado por Newman se
presenta como muy necesario: por el valor teológico que tiene el consentimiento de los fieles (tema recurrente en la enseñanza del papa
Francisco) y también por la fina sensibilidad de la responsabilidad que
tienen los laicos en la Iglesia, cultivada durante este medio siglo post
conciliar. Los medios de comunicación actuales permitirían hoy realizar una
extraordinaria consulta mundial, para conocer el parecer de los fieles antes de
realizar el acto al que nos referimos.
La Iglesia en Latinoamérica
En
este tiempo de especial prueba que le ha tocado vivir a la Iglesia y al mundo, la
Iglesia que vive en Latinoamérica tendría un papel particular.
El precioso tesoro
que ella posee es la piedad popular, que encuentra su más hermosa manifestación
en la devoción a María Santísima: “ella se ha hecho parte del caminar de cada uno de nuestros pueblos, entrando
profundamente en el tejido de su historia y acogiendo los rasgos más nobles y
significativos de su gente. Las diversas advocaciones y los santuarios
esparcidos a lo largo y ancho del Continente testimonian la presencia cercana
de María a la gente y, al mismo tiempo, manifiestan la fe y la confianza que
los devotos sienten por ella. Ella les pertenece y ellos la sienten como madre
y hermana” (Aparecida, n. 269).
Aun
castigados muchos países de América Latina por distintas manifestaciones de
violencia y hostigados por fuerzas disgregadoras de la familia, la piedad
popular sigue siendo en sus gentes “una
expresión de sabiduría sobrenatural, porque la sabiduría del amor no depende
directamente de la ilustración de la mente sino de la acción interna de la
gracia. Por eso, la llamamos espiritualidad popular” (Aparecida, n. 263). María Santísima, Reina de la familia y Reina de la
paz, ¿no esperará de la sabiduría de sus
hijos latinoamericanos un activo papel, proponiendo a Francisco, hijo de la
piedad mariana bajo la cual nació y creció, y fomentó con ardor, la
proclamación solemne de María, Madre espiritual de los hombres, para la
gloria de Dios y el bien de la Iglesia y de toda la humanidad?
* * * * * *
La hora de la Cruz y la de la Resurrección, siempre
inseparables en la historia de la Esposa de Cristo, han sido también, en todo
momento, horas de recogimiento en torno a nuestra Madre Santa María.
Quiera Dios que, al exaltar la Iglesia en nuestros días la
amorosa Maternidad espiritual de la Señora y su incansable y todopoderosa intercesión
por nosotros ante su Hijo, resuene eficazmente en la conciencia de los
cristianos y, a través de ellos, en toda la Humanidad, el eco de su buen
consejo: “Hagan lo que Él les diga”.
Que Él bendiga asimismo nuestros deseos y nuestras acciones
en honor de su Madre, que es también Madre nuestra.