El domingo pasado, 11 de agosto, El País publicó una historia dramática: Hilda Provenzano, después de pasar 10 años en una cárcel de China, falleció en Maldonado. El título de la historia, muy bien contada por Paula Barquet, fue DIEZ AÑOS VACÍOS EN CHINA Y UN FINAL ABSURDO.
El caso es que yo traté a Hilda hasta una semana antes de su muerte y, a mi modo de ver, el término de su vida estuvo lleno de luz.
Supe de Hilda en el mes de junio, por medio de Pablo, un amigo mío que
lleva un montón de años trabajando en China. Coincidí con él en una reunión
familiar, en Montevideo. Cuando nos despedíamos, sacó del bolsillo algo de
dinero y me dijo:
-
Te pido un favor.
Esto es para que compres chocolates y se los lleves a Hilda, que está en Minas,
en la cárcel de Campanero. ¡Le encanta el chocolate!
A grandes rasgos me contó su historia, la que contaste con detalle en tu
nota: la historia de una mujer que ha tenido por compañero el dolor y durante su
prisión encontró amigos, como Pablo, que trataron de aliviarla.
Traté de cumplir el encargo. Cuatro veces fui a ver a Hilda al Hospital
Vidal y Fuentes, en el que estaba internada. La última, el 18 de julio. Iba con
mi caja de Garotos, como en las tres ocasiones anteriores. Al entrar en el
sector Mujeres del hospital, me llamó la atención no encontrarla en su cama.
Pensé, como Hilda me había adelantado, que la habrían trasladado al hospital
Maciel para hacerle otros estudios. Pero me dijeron enseguida que la habían
llevado al Cantegrill, en Maldonado.
Lo que no esperaba era que al día siguiente, desde Macao, iba a recibir
la noticia que me mandaba Pablo: Hilda había muerto. Me sentí, cómo te diría,
defraudado… ¿Cómo que murió? ¡Si todo venía tan bien!... Pero me duró poco esa
sensación: vi claramente que esta mujer-puro-dolor, en realidad ya estaba
preparada para levantar el vuelo definitivo hacia la felicidad.
La primera vez que fui a visitarla, nada más ver la caja de bombones se
le había iluminado la cara: en efecto, el chocolate le encantaba, como me había
adelantado Pablo. Se quitó la máscara de oxígeno y pudimos hablar sin
dificultad. La mujer policía que la custodiaba salió, delicadamente, de la
habitación.
Mientras me iba relatando parte de lo que tú contaste en tu nota, en dos
o tres ocasiones se le escapó un suspiro:
-
¡Diez años de cárcel,
qué barbaridad! ¡Es demasiado!
Le dejé una estampa de la Virgen del Verdún, cuya imagen en el Cerro se veía desde
su cuarto. Me la agradeció mucho.
El 22 de junio volví a estar con ella. Hablamos de su bautismo y de la
educación que había recibido en el colegio de las Adoratrices, en Montevideo.
Me sorprendió que recordaba, con extremada precisión, la parábola del hijo
pródigo. La sabía enterita. Y otros pasajes del evangelio, de los que también
hablamos.
Una semana más tarde retomamos el argumento. Estaba contenta porque le
habían dado el beneficio de la prisión domiciliaria y alimentaba la ilusión de
ir a vivir con su hija, en Melo. Terminamos nuestra charla. Jugaban Uruguay y
Perú. Mostrando la caja de bombones, le dijo a la policía que la cuidaba:
-
¡Hoy vamos a ver el
partido bien acompañadas!
Le dije, al despedirme, que me iba una semana afuera, a un retiro
espiritual. Hilda me mandó después, por el Whatsapp, este mensaje:
-
Le pido, Padre, que
me incluya en sus oraciones porque lo necesito. Y sobre todo paz. Le deseo lo
mejor en su retiro. Muchas gracias, un abrazo.
Aquella mañana del 18 de julio fui a visitarla para darle, precisamente,
lo que tanto ansiaba. Cuando administro el sacramento de la Confesión me gusta
subrayar estas palabras eficaces: “Dios, Padre misericordioso…, te conceda,
por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz”.
No pudo ser así, pero no me cabe duda de que Dios le concedió a Hilda,
“en directo” y con creces, la paz por la que ella suspiraba.
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