Quiero contarles algo que
tiene interés. Hace muchos años, cuando estaba haciendo mis estudios de
licenciatura y después de doctorado en Teología, me dediqué a estudiar a una
santa que, junto con santa Teresa de Jesús, fue la primera mujer que, en 1970,
recibió el título de Doctora de la Iglesia, título que reciben aquellos santos,
pocos, que se distinguen por la particular excelencia de su doctrina.
Esta santa vivió en el siglo
XIV y se llamaba Catalina Benincasa, más conocida como santa Catalina de Siena.
El tema de estudio fue su enseñanza acerca de la Iglesia y, más en concreto,
sobre la reforma de la Iglesia.
El tiempo que le tocó vivir a
santa Catalina fue un tiempo muy turbulento, con graves problemas en el mundo y
en la Iglesia, fuera de la Iglesia y dentro de ella. Es el tiempo en que el
Papa vivía en Avignon, no en Roma, después de ceder a la influencia de Felipe
el Hermoso, rodeado de una corte llena de vicios y pecados.
Hay que leer el libro Diálogo, de Catalina de Siena, para
captar que “nada nuevo hay bajo el sol”, como dice el Eclesiastés (1, 9). En
esa obra, Catalina refiere con pelos y señales el tipo de vida que llevaban no
pocos miembros de la jerarquía de la Iglesia: pecados contra la naturaleza,
concubinatos, corrupción en todos los sentidos, hasta en los más deplorables,
un desastre. Eran unas circunstancias que provocaban auténtico escándalo entre
los fieles, quienes en no pocas ocasiones, querían juzgar a los sacerdotes, a
los obispos, hasta al mismo Papa, y condenarlos.
Nuestra santa había recibido
de Dios una misión, que llevó a cabo hasta el final, con enorme sacrificio.
Esto es lo verdaderamente asombroso: en las épocas más difíciles de la historia
de la Iglesia, surgen en ella mujeres y hombres y mujeres muy santos que, con
la ayuda de Dios, consiguen devolver a la Iglesia la belleza que fue marchita
por los pecados.
Catalina, por amor a la
Iglesia, tuvo que encarar nada menos que la tarea de conseguir que el papa
–Gregorio XI en aquel momento- dejara
Avignon y volviera a Roma. Y lo consiguió, superando todas las dificultades
imaginables.
Este fue el gran triunfo de
Catalina de Siena, por el que la Iglesia le es deudora de gratitud. Lo alcanzó
trabajando incansablemente y rezando tanto y más que lo que trabajaba: rezaba y
hacía rezar a todos los que la seguían, que eran muchos.
Hay que decir también que en su
época, así como el estado general de la jerarquía de la Iglesia dejaba mucho
que desear, la vida de los fieles discurría por otros cauces: aprendían a hacer
oración, de boca de no pocos laicos; buscaban a Jesucristo en la Eucaristía...
A mediados del siglo XV se publicará la Imitación
de Cristo, de Kempis, que sigue enseñando hasta el día de hoy.
En el Diálogo y en sus Cartas, Catalina de Siena llega hasta el fondo del
problema de la Iglesia de su tiempo y responde a esta pregunta: ¿cómo explicar que
se haya producido tanta podredumbre en la Iglesia y, sobre todo, en sacerdotes
y obispos, que deberían ser ejemplo para todos los demás?
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