Lo
normal, lo de siempre, entusiasma. Lo describo un poco nomás, para que no se pierda entre tanta cosa de moda...
La vida normal, la de siempre, ha
sido y es ¡tan sencilla!... Un hombre ama a una mujer y ella le corresponde. Felices con la inmensa alegría de compartir sus vidas por entero (hasta que los separe la Parca) deciden casarse. Van a la iglesia y fijan la fecha para
celebrar su matrimonio delante de Dios y de los hombres (¿“y
de las mujeres”?... Cursi, muy cursi).
Llega el día y concretan la mutua entrega: Yo te recibo a ti por esposa (esposo) y
prometo serte fiel, en la salud y en la enfermedad, en la prosperidad y en la
adversidad, amándote y respetándote durante toda mi vida. (Cada sustantivo y cada verbo da para meditar horas).
Chochos los
dos, después de la fiesta (o sin), se van de luna de miel, qué más da adónde: lo importante es que ¡al fin,
solos! Entonces, no antes de casarse -"los regalos de Navidad se abren Navidad"- empiezan a conocerse
en el sentido bíblico de la expresión y, gozosamente, forman una sola carne.
Más tarde o más temprano, ella le comunica, llorosa de emoción: “¡vamos
a tener un hijo!” Asombro, alegría, abrazos, ¡Dios mío, gracias!).
Empieza a correr el tiempo del
ensueño imaginario de los dos, por esa criatura que crece en el vientre de la
que será madre: ¿varón, mujer?... Será una divina y genuina sorpresa; no depende de ellos.
Cuando la criatura nazca
y él la tome en sus brazos, estrenará un sentimiento de inaudita grandeza y responsabilidad: ¡porque es padre! Ella, mientras le da de mamar cada tres horas, cae siempre más en la cuenta de que su maternidad es, literalmente, un milagro.
La vida
sigue, tan humana y tan divina al mismo tiempo; tan divinamente humana, mejor
dicho. Es in-comparable. Y así, por los siglos de los siglos. Amén.
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