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jueves, 28 de septiembre de 2017

SAL SIN SABOR (La templanza-4)

Estamos tratando de la templanza, de la sobriedad, y pienso que no pocas personas quisieran encontrar una especie de catálogo de normas, de prohibiciones a las cuales atenerse en esta materia. Lo siento, pero ese prontuario no existe. En cambio, sí existen unos principios generales que cada uno –especialmente pienso en los padres y madres de familia- tiene que ver cómo los lleva a la práctica.



Uno de esos principios es que somos nosotros, los cristianos, los que debemos ser sal de la tierra. Y hay que estar vigilantes, porque es tal la cantidad de mundanidad que respiramos, que es muy fácil disolver la sal y que se vuelva insípida. Si nos dejamos llevar por lo que “está de moda” y, por ejemplo, se hacen gastos desproporcionados para descansar; si uno percibe su inquietud porque acaba de salir el último modelo de celular y no para hasta que lo consigue; si no tenemos control en la bebida o en la comida, con sus lógicas consecuencias de pérdida del dominio de uno mismo; etcétera, etcétera, todos estos y otros muchos más son modos de ir disolviendo nuestra sal.

Otro principio o criterio es que vivimos en sociedad, con otras personas, y que no puede resultarme indiferente cómo viven, especialmente las que tengo más cerca: empleados o que de algún modo dependen de mí. ¿Qué tienen, qué no tienen, cómo podría ayudarlos más allá de lo que es “justo según la ley”?... Esto es así, sencillamente, porque somos cristianos, hijos de Dios, nada más y nada menos que por eso.

Otras referencias, muy profundas, las presentaba el Papa San Juan Pablo II hablando de la templanza. Decía: esta virtud exige de cada uno de nosotros una humildad específica en relación con los dones que Dios ha puesto en nuestra naturaleza humana. Yo diría la “humildad del cuerpo” y la “del corazón”. Esta humildad es condición imprescindible para la “armonía” interior del hombre, para la belleza “interior” del hombre. Reflexionemos bien sobre ello todos, y en particular los jóvenes y, más aún, las jóvenes en la edad en que hay tanto afán de ser hermosos o hermosas para agradar a los otros. Acordémonos de que el hombre debe ser hermoso sobre todo interiormente. Sin esta belleza, todos los esfuerzos encaminados al cuerpo no harán —ni de él, ni de ella— una persona verdaderamente hermosa.

Por otra parte, se preguntaba, ¿no es precisamente el cuerpo el que padece perjuicios sensibles y con frecuencia graves para la salud, si al hombre le falta la virtud de la templanza, de la sobriedad? A este propósito podrían decir mucho las estadísticas y las fichas clínicas de todos los hospitales del mundo. También tienen gran experiencia de ello los médicos que trabajan en consultorios a los que acuden esposos, novios y jóvenes. Es verdad que no podemos juzgar la virtud basándonos exclusivamente en criterios de la salud psico-física; pero sin embargo, hay pruebas abundantes de que la falta de virtud, de templanza, de sobriedad, perjudica a la salud.

Es todo muy práctico, ¿no les parece? Ojalá nuestro “termómetro interior” funcione bien, para saber discernir lo que es bueno y mejor para mí y para mi familia en relación con la sobriedad. Qué importante, en esta materia en particular, el diálogo entre los esposos y, más en concreto todavía, el diálogo para discernir cómo educar a los hijos en la sobriedad. 



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