Estamos tratando de la templanza, de la sobriedad, y pienso que no
pocas personas quisieran encontrar una especie de catálogo de normas, de
prohibiciones a las cuales atenerse en esta materia. Lo siento, pero ese
prontuario no existe. En cambio, sí existen unos principios generales que cada
uno –especialmente pienso en los padres y madres de familia- tiene que ver cómo
los lleva a la práctica.
Uno de esos principios es que somos nosotros, los cristianos, los
que debemos ser sal de la tierra. Y hay que estar vigilantes, porque es tal la
cantidad de mundanidad que respiramos, que es muy fácil disolver la sal y que
se vuelva insípida. Si nos dejamos llevar por lo que “está de moda” y, por
ejemplo, se hacen gastos desproporcionados para descansar; si uno percibe su
inquietud porque acaba de salir el último modelo de celular y no para hasta que
lo consigue; si no tenemos control en la bebida o en la comida, con sus lógicas
consecuencias de pérdida del dominio de uno mismo; etcétera, etcétera, todos
estos y otros muchos más son modos de ir disolviendo nuestra sal.
Otro principio o criterio es que vivimos en sociedad, con otras personas, y que no
puede resultarme indiferente cómo viven, especialmente las que tengo más cerca: empleados o que de algún modo dependen de mí. ¿Qué tienen,
qué no tienen, cómo podría ayudarlos más allá de lo que es “justo según la
ley”?... Esto es así, sencillamente, porque somos cristianos, hijos de Dios, nada
más y nada menos que por eso.
Otras referencias, muy profundas, las presentaba el Papa San Juan
Pablo II hablando de la templanza. Decía: esta
virtud exige de cada uno de nosotros una humildad específica en relación con
los dones que Dios ha puesto en nuestra naturaleza humana. Yo diría la
“humildad del cuerpo” y la “del corazón”. Esta humildad es condición
imprescindible para la “armonía” interior del hombre, para la belleza
“interior” del hombre. Reflexionemos bien sobre ello todos, y en particular los
jóvenes y, más aún, las jóvenes en la edad en que hay tanto afán de ser
hermosos o hermosas para agradar a los otros. Acordémonos de que el hombre debe
ser hermoso sobre todo interiormente. Sin esta belleza, todos los esfuerzos
encaminados al cuerpo no harán —ni de él, ni de ella— una persona
verdaderamente hermosa.
Por otra parte, se preguntaba, ¿no es precisamente el cuerpo el que padece perjuicios sensibles y
con frecuencia graves para la salud, si al hombre le falta la virtud de la
templanza, de la sobriedad? A este propósito podrían decir mucho las
estadísticas y las fichas clínicas de todos los hospitales del mundo. También
tienen gran experiencia de ello los médicos que trabajan en consultorios a los
que acuden esposos, novios y jóvenes. Es verdad que no podemos juzgar la virtud
basándonos exclusivamente en criterios de la salud psico-física; pero sin
embargo, hay pruebas abundantes de que la falta de virtud, de templanza, de
sobriedad, perjudica a la salud.
Es todo muy práctico, ¿no les parece? Ojalá nuestro “termómetro
interior” funcione bien, para saber discernir lo que es bueno y mejor para mí y para mi familia en
relación con la sobriedad. Qué importante, en esta materia en particular, el
diálogo entre los esposos y, más en concreto todavía, el diálogo para discernir cómo
educar a los hijos en la sobriedad.
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