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lunes, 25 de septiembre de 2017

LA TEMPLANZA (1)






En este lunes 25 de septiembre quisiera empezar a tratar algo sobre una de las cuatro virtudes cardinales, de la que tenemos especial necesidad: la templanza. Ustedes se preguntarán por qué.

Creo que se entenderá si les cuento esto que me contaron hace unos días. En el supermercado, una mamá está con su hijo de 6 o 7 años, está buscando algo en las góndolas. El hijo, un poco cansado de dar vueltas, le dice entonces a la madre: - Dale mamá, comprame algo. Y la madre: - Pero qué es lo que querés? – No sé, algo. La madre, en buen tono: - Si algo no te hace falta no se compra, porque cuesta trabajo ganar la plata, ¿entendiste?

La mamá, con su respuesta, estaba educando a su hijo en la virtud de la templanza o, si se quiere, en la sobriedad, virtud que hoy por hoy es especialmente necesaria.
En 1978 el Papa Juan Pablo I había empezado a tratar sobre las virtudes teologales, la fe, la esperanza y la caridad. Y se proponía seguir con las virtudes cardinales, cuando Dios se lo llevó al Cielo. Llegó Juan Pablo II y retomó las catequesis. Cuando habló de la virtud de la templanza empezó refiriéndose a las virtudes en general. Dijo: Cuando hablamos de las virtudes —no sólo de estas cardinales, sino de todas o de cualquiera de las virtudes— debemos tener siempre ante los ojos al hombre real, al hombre concreto. La virtud no es algo abstracto, distanciado de la vida, sino que, por el contrario, tiene “raíces” profundas en la vida misma, brota de ella y la configura. La virtud incide en la vida del hombre, en sus acciones y comportamiento. De lo que se deduce que, en todas estas reflexiones nuestras, no hablamos tanto de la virtud cuanto del hombre que vive y actúa “virtuosamente”; hablamos del hombre prudente, justo, valiente, y hoy precisamente, hablamos del hombre “moderado” (o también “sobrio”).
Enseguida hizo una aclaración importante: El mismo término “templanza” parece referirse en cierto modo a lo que está fuera del hombre. En efecto, decimos que es moderado el que no abusa de la comida, la bebida o el placer; el que no toma bebidas alcohólicas inmoderadamente, no enajena la propia conciencia por el uso de estupefacientes, etc. Pero esta referencia a elementos externos al hombre tiene la base dentro del hombre.
Lo que quería decir, en fin, es lo siguiente: Es como si en cada uno de nosotros existiera un “yo superior” y un “yo inferior”. En nuestro “yo inferior” viene expresado nuestro cuerpo y todo lo que le pertenece: necesidades, deseos y pasiones, sobre todo las de naturaleza sensual. La virtud de la templanza garantiza a cada hombre el dominio del “yo superior” sobre el “yo inferior”. ¿Supone acaso dicha virtud humillación de nuestro cuerpo? ¿O quizá va en menoscabo del mismo? Al contrario, este dominio da mayor valor al cuerpo. La virtud de la templanza hace que el cuerpo y los sentidos encuentren el puesto exacto que les corresponde en nuestro ser humano. Seguiremos.


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