Hoy, 29 de septiembre,
celebramos en la Iglesia a los tres Arcángeles que aparecen en la Sagrada
Escritura con su nombre propio: San Miguel, San Gabriel y San Rafael. ¡Qué
importante conocerlos, pedirles ayuda, tener amistad con ellos! A ellos les
encomiendo de modo especial que las consideraciones que venimos haciendo sobre
la virtud de la templanza, la sobriedad, tan necesaria siempre y más en este
tiempo nuestro de consumismo fomentado por tantos medios, encuentren eco en
ustedes y sepamos cada uno vivir esta preciosa virtud y enseñar a vivirla, en primer lugar, a los
hijos. Sé que no es fácil, pero hay poner los medios.
Educar a los hijos en la
sobriedad reclama en primer lugar, como es obvio, que la pauta de sobriedad
esté marcada por los padres. No se me olvida algo del primer tiempo de mi
sacerdocio, recién ordenado y viviendo en Madrid. Un chico que hablaba conmigo
(16 años) me contó un día que se habían mudado de apartamento, y que estaban
mejor (era una familia numerosa), no tan apretados como antes. Y agregó: -
Bueno, por ahora estamos comiendo sobre unos cajones, porque no tenemos mesa en
el comedor. - ¿Y eso?... - ¡Uy, usted no sabe! Hasta que mi madre se decida por una podemos
pasar un mes: ella mira, consulta precios, va a subastas, habla con mi padre y
después concreta la compra.
Me lo contaba con naturalidad,
como algo normal. Y me consta que el padre tenía un muy buen trabajo y que
ganaba bien… Y sé también que en su casa sólo había Coca-Cola los días de
fiesta; y que la ropa pasaba de un hermano a otro… En fin, ¿se entiende por
dónde va la educación de la sobriedad en los hijos? David Isaacs dice algo
importante: hay una finalidad más
importante que debería regir el modo de actuar de cada uno. Cada persona debe
responsabilizarse de su propia vida, de tal modo que utilice bien lo que posee,
al servicio de Dios y de los demás. No sólo se trata de no hacer daño, sino
también de hacer bien. No se trata de gastar el dinero y el tiempo propios para
el propio placer sino para el propio bien y el bien de los demás. Esto es
justicia consigo mismo y con los demás.
Por otra parte, ¿cómo no tener
presentes las palabras de Jesús, tan exigentes y liberadoras? Nadie puede
servir a dos señores, pues menospreciará a uno y amará al otro, o querrá mucho
a uno y despreciará al otro. No se puede servir a la vez a Dios y a las
riquezas
(Mt 6, 24s). Y en otro momento nos dijo que la puerta para entrar en el Cielo
es angosta y que hay que exigirse para entrar por ella: es obvio que no se
trata sólo de adelgazar…, aunque no podemos olvidar que un problema muy serio
que tenemos en Uruguay es el de la obesidad.
En fin, cuando Juan Pablo II habló de la
sobriedad, dijo al final de su catequesis: Es
necesario que termine aquí, aunque estoy convencido de que el tema queda
interrumpido, más bien que agotado. Yo me apropio de estas palabras y
termino aquí.