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lunes, 7 de agosto de 2017

RUBÍES DE LA CORONA

Hoy, 7 de agosto, quiero recordar a san Cayetano, uno de los santos más populares, al que se le encomienda, sobre todo, el trabajo, tener trabajo. Y también quiero contarles algo que sucedió el 7 de agosto de 1931.

San Cayetano vivió desde finales del siglo XV hasta el 7 de agosto de 1547, cuando murió en Nápoles. Fue sacerdote a los 33 años. En una carta le escribía a un amigo: Me siento sano del cuerpo pero enfermo del alma, al ver cómo Cristo espera la conversión de todos, y son tan poquitos los que se mueven a convertirse". Y este fue el más grande anhelo de su vida: que la gente empezara a llevar una vida más cristiana.



En su tiempo estalla la rebeldía de Lutero, y san Cayetano, a los que pretendían reformar la Iglesia por caminos equivocados, les repetía: "Lo primero que hay que hacer para reformar a la Iglesia es reformarse uno a sí mismo".

Se preocupó muy especialmente de los pobres, de los indigentes, de los enfermos… Instituyó los Montes de Piedad, para ayudar a la gente de pocos recursos, prestándoles dinero a un interés bajísimo… Cuando después de muchos esfuerzos, le llegó la hora, a los 67 años, el médico aconsejó a los que lo cuidaban que lo acostaran sobre un colchón de lana y san Cayetano le pidió: "Mi Salvador murió sobre una tosca cruz. Por favor permítame a mí que soy un pobre pecador, morir sobre unas tablas".

En otro 7 de agosto, pero en el año 1931, san Josemaría Escrivá tuvo una experiencia extraordinaria que dejó por escrito en sus Apuntes íntimos y  que vale le pena conocer. Él se encontraba en Madrid, y escribió:

“Hoy celebra esta diócesis la fiesta de la Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo. Al encomendar mis intenciones en la Santa Misa, me di cuenta del cambio interior que ha hecho Dios en mí durante estos años… Y eso, a pesar de mí mismo, sin mi cooperación, puedo decir. Creo que renové el propósito de dirigir mi vida entera al cumplimiento de la Voluntad divina: la Obra de Dios. (Propósito que, en este instante, renuevo también con toda mi alma). Llegó la hora de la Consagración: en el momento de alzar la Sagrada Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme, vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: “et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad me ipsum” (Jn 12, 32) (cuando sea levantado sobre la tierra, atraeré todo hacía Mí). Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el “¡no temas!, soy Yo”. Y comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana… Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas. A pesar de sentirme vacío de virtud y de ciencia (la humildad es la verdad…, sin garabato), querría escribir unos libros de fuego, que corrieran por el mundo como llama viva, prendiendo su luz y su calor en los hombres, convirtiendo los pobres corazones en brasas, para ofrecerlos a Jesús como rubíes de su corona de Rey”.
  

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