Les deseo a todos una muy
feliz fiesta de Santa María Reina. Esta fiesta que celebramos hoy, 22 de
agosto, la introdujo en la Iglesia el Papa Pío XII. Es muy lógico, que después
de haber celebrado hace una semana la Asunción de la Virgen en cuerpo y alma al
Cielo, hoy la admiremos como la Mujer de la que habla el Apocalipsis: “Vestida de sol, con la luna a sus pies y
una corona de doce estrellas sobre su cabeza”(Ap 12, 1): la Madre de Dios es la Reina de la Creación entera.
Nosotros hablábamos ayer de la
virtud de la fortaleza. Es necesario pedirla a la Virgen y ejercitarnos en esta
virtud. Dentro de nosotros encontramos la tendencia a desmororarnos, a
renunciar a lo que cuesta trabajo, por el esfuerzo que lleva consigo. Es decir,
la naturaleza humana, creadas por Dios para lo más alto pero herida por el pecado,
es capaz de grandes sacrificios pero también de un completo afloje en la
conducta. Es necesario ejercitarse en la fortaleza, para poder hacer de nuestra
vida algo valioso a los ojos de Dios y de los demás. ¿Se acuerdan del lema de
la familia Zorrilla de San Martín, tomado de Santa Teresa de Jesús? Es todo un
programa: Velar se debe la vida de tal
suerte, que viva quede en la muerte.
Por contraste, la señora Olga
terminaba así la confesión a su nieta, que les leía ayer: A los mortales corrientes, a las personas como yo, como tu madre, no
les queda otro destino que el de las ramas y los envases de plástico. Alguien
–o el viento- de pronto te arroja a la corriente de un río: gracias a la
materia de que estás hecha, en vez de hundirte, flotas; eso ya te parece una
victoria y por lo tanto, inmediatamente, empiezas a viajar, te deslizas veloz
según la dirección que te impone la corriente; de vez en cuando, a causa de
alguna maraña de raíces o de alguna piedra, te ves obligada a detenerte; allí
permaneces un tiempo, golpeada por las aguas agitadas; después el agua sube y te
libera, avanzas nuevamente; cuando la corriente es tranquila te mantienes en la
superficie, cuando hay rápidos, el agua te sumerge; no sabes hacia dónde estás
yendo ni te lo has preguntado nunca; en los trechos más tranquilos tienes
ocasión de observar el paisaje, las riberas, los matorrales; más que los
detalles, ves las formas, los colores, vas demasiado rápido para ver más; después,
con el tiempo y los kilómetros, las riberas son cada vez más bajas, el río se
ensancha, todavía tienes márgenes, pero por poco tiempo. “¿Adónde estoy yendo?”,
te preguntas entonces, y en ese momento se abre ante ti el mar.
Gran parte de mi vida ha sido así. Más que nadar, he
manoteado desordenadamente. Con gestos inseguros y confusos, sin elegancia ni
alegría, tan sólo he conseguido mantenerme a flote.
Pienso que esto da para
meditar bastante y para pedirle a Santa María Reina que nos ayude a cultivar la virtud de la fortaleza. Seguiremos.
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