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viernes, 7 de julio de 2017

SALTO. LAS AGUAS BAJAN TURBIAS (y 3)

Ayer comenté algo de lo que escribió San Ignacio de Antioquía, en el primer tiempo del cristianismo: Lo que necesita el cristiano, cuando es odiado por el mundo, no son palabras persuasivas, sino grandeza de alma.

De aquí concluíamos en la necesidad de cultivar la virtud de la magnanimidad, es decir, la grandeza de alma. Hoy quiero traer otro ejemplo de aquel primer tiempo de la Iglesia, que en muchos aspectos se está repitiendo hoy.

Me refiero a Quinto Septimio Florente Tertuliano, más conocido simplemente como Tertuliano, en la  segunda mitad del siglo II y primera del siglo tercero. Nació, vivió y murió en Cartago, en la actual Túnez. Fue uno de los mayores teólogos de la primitiva Iglesia. Escribió muchos libros. Uno de ellos es el APOLOGÉTICO. En un tiempo en el que se perseguía al cristianismo desde el estado y los cristianos estaban en boca de todo el mundo por su modo de vivir, Tertuliano hace la apología de la nueva religión, la defiende con fuertes argumentos. En un momento escribe: los que detestan la religión cristiana la aborrecen porque no la conocen, e injustamente la persiguen los que mientras la ignoran la aborrecen.



Pienso que es necesario tener muy en cuenta estas palabras. Hablaba de magnanimidad. En el contexto en el que estamos, esto significa dos cosas: la primera, que debemos cultivar la suficiente grandeza de alma para aceptar serenamente que haya personas a las que les choque lo que enseña la Iglesia en materia moral y, más en concreto, en lo que se refiere a la moral sexual. Por ejemplo: que defina al matrimonio como la unión indisoluble entre un hombre y una mujer, y abierto a la procreación; en consecuencia, que no acepte las relaciones homosexuales y extra matrimoniales; que defienda el valor de la vida humana desde su concepción hasta la muerte y, en consecuencia, que diga NO al aborto y a la eutanasia; etcétera.

La segunda expresión de la magnanimidad, en nuestra sociedad plural, puede ser dejar de lado los respetos humanos y, reclamando el respeto democrático de todas las opiniones, que sepamos explicar los motivos por los que uno intenta vivir en cristiano. (Ciertamente, como ya advertía también Tertuliano, todos sabemos que no es extraordinario el caso del que ignorando ciegamente, censura al que sabe la religión que profesa; hay quienes quieren ignorar, porque les domina el aborrecer. Pero hay muchas otras personas que, lealmente, quieren conocer mejor la fe de la Iglesia).

Ya en 1979, en México, Juan Pablo II pedía a los católicos la plena coherencia de vuestra vida con vuestra pertenencia a la Iglesia. Esa coherencia significa tener conciencia de la propia identidad de católicos y manifestarla, con total respeto, pero sin vacilaciones ni temores. Y agregó con toda verdad: Pertenecer a la Iglesia, vivir en la Iglesia, ser Iglesia es hoy algo muy exigente. Tal vez no cueste la persecución clara y directa, pero podrá costar el desprecio, la indiferencia, la marginación. Es entonces fácil y frecuente el peligro del miedo, del cansancio, de la inseguridad. No os dejéis vencer por estas tentaciones. No dejéis desvanecerse por alguno de estos sentimientos el vigor y la energía espiritual de vuestro “ser Iglesia”, esa gracia que hay que pedir y estar prontos a recibirla con una gran pobreza interior, y que hay que comenzar a vivirla cada mañana. Y cada día con mayor fervor e intensidad.


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