Hoy
es la fiesta del Beato Álvaro del Portillo, primer sucesor de san Josemaría
Escrivá, fundador del Opus Dei. Me preguntan sobre él -lo conocí y lo traté durante
dos años, mientras viví en Roma, junto a san Josemaría- y apenas puedo contar
dos o tres detalles menudos... Si se trata, en cambio, de hablar del fundador
del Opus Dei, no necesito hurgar para rescatar recuerdos. Y es que Don Álvaro
fue solamente y nada menos que su sombra.
Es
muy distinto vivir cómodamente “a la sombra” de alguien, que decidir
voluntariamente gastar la vida siendo su sombra, es decir, sirviéndolo,
ayudándolo, pisando donde él pisaba y, en no pocas ocasiones, adelantándose a
dar los pasos más difíciles para ahorrarlos a quien servía. El lema vital de
san Josemaría, fue el eco de aquel propósito del Bautista en relación a Jesús:
"es necesario que Él crezca y que yo disminuya". Don Álvaro, sin
palabras, lo acompañó en su decisión con la mayor fidelidad. Y, al llegar el momento de ocupar
su lugar, todo su empeño -ahora sí, declarado formalmente- fue continuar siendo
la sombra de san Josemaría, puesto que él, aseguraba, seguiría desde el cielo
dirigiendo el Opus Dei.
En
distintas ocasiones, el Papa Francisco se ha referido al "instinto
sobrenatural" que se vive en la Iglesia (sentido de la fe es su nombre, sensus fidei) por medio del cual, entre
otras expresiones, los fieles captan al vuelo la santidad de alguien. Me vienen
a la memoria, en relación con Don Alvaro, dos manifestaciones.
Junio 1974. En la Basílica de Luján, en Argentina, rezando con san Josemaría y Mons. Javier Echevarría, su sucesor.
En
1998 viajé a La Habana a cubrir la información del viaje de Juan Pablo II, para
una radio de Montevideo. Una tarde, mientras vagabundeaba por la parte antigua
de la ciudad, llegué sin proponérmelo al Seminario de San Carlos. Nada más
pasar el portón de madera rancia, encontré un claustro y un patio fresco de
plantas tropicales. Varios muchachos iban y venían, con gestos apurados... Me
presenté a uno de ellos y enseguida me invitó a cenar: arroz a la cubana, no me
olvido. Estaban preparándose para ir a recibir al Papa a la Nunciatura
Apostólica, en la que se alojaba. Me apunté al plan. Fuimos en un taxi de
ocasión: tres pasajeros atrás y dos adelante. El seminarista apretujado a mi
lado se llamaba Juan Carlos. Tenía 36 años, era ingeniero hidráulico y había
entrado en el seminario apenas un año antes. Cuando supo que yo pertenecía al
Opus Dei, empezó a hablarme con entusiasmo de los libros del fundador que había
leído, entonces Beato, y del bien que le habían hecho. En un momento me hizo
una pregunta sorprendente: -¿Usted no cree que monseñor del Portillo es tanto o
más santo que el fundador del Opus Dei? -Por qué dices eso? -Porque pienso que un
hombre tan inteligente (Don Álvaro, en efecto, era un fuera de serie: Doctor en
Ingeniería civil, en Historia y en Derecho Canónico), que recibió en la Iglesia
encargos de tanta responsabilidad (antes, durante y después del Concilio, la
Santa Sede le confió numerosas tareas de envergadura) y que siempre estuvo en
silencio, al lado del fundador, ayudándolo a sacar adelante la Obra... ¿No cree
que para vivir así hay que ser muy humilde y muy santo?
Juan Carlos había "olfateado" en Don
Álvaro lo que bastantes años más tarde, en 2012, me dijo por experiencia
personal el Cardenal McCarrick, arzobispo emérito de Washington, de paso por
Montevideo: -¡Ah, Don Álvaro! Estuve con él más de una vez... ¡Qué hombre
santo! Pienso que su canonización será muy fácil, ¡muy fácil!
26 de Junio de 1975. Rezando junto a los restos de san Josemaría.
El
27 de setiembre de 2014 se dio el primer paso, la beatificación, en Madrid: en
esta ciudad nació, aquí conoció a san Josemaría… Estamos viviendo un tiempo de
santos -quizás no caemos bien en la cuenta- a los que podemos recurrir como
intercesores delante de Dios. El Papa Francisco insiste una y otra vez en que
cultivemos la ternura, la comprensión, la misericordia. Don Álvaro, desde su
juventud, fue un ejemplo extraordinario de estas virtudes. Baste un testimonio
lejano de su cariño de padre.
Recién
terminada la guerra civil española, Don Álvaro fue destinado unos meses, como
alférez, a Olot, un pueblo de Cataluña. Cuando debió trasladarse a un nuevo
destino, una mano anónima, por completo infrecuente en los cuarteles, escribió
en una pared: "No lloréis soldados la
marcha del alférez Portillo. ¡Qué buen padre hemos perdido!".
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