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jueves, 12 de mayo de 2016

LA MARCHA DEL ALFÉREZ PORTILLO

Hoy es la fiesta del Beato Álvaro del Portillo, primer sucesor de san Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei. Me preguntan sobre él -lo conocí y lo traté durante dos años, mientras viví en Roma, junto a san Josemaría- y apenas puedo contar dos o tres detalles menudos... Si se trata, en cambio, de hablar del fundador del Opus Dei, no necesito hurgar para rescatar recuerdos. Y es que Don Álvaro fue solamente y nada menos que su sombra.

Es muy distinto vivir cómodamente “a la sombra” de alguien, que decidir voluntariamente gastar la vida siendo su sombra, es decir, sirviéndolo, ayudándolo, pisando donde él pisaba y, en no pocas ocasiones, adelantándose a dar los pasos más difíciles para ahorrarlos a quien servía. El lema vital de san Josemaría, fue el eco de aquel propósito del Bautista en relación a Jesús: "es necesario que Él crezca y que yo disminuya". Don Álvaro, sin palabras, lo acompañó en su decisión con la mayor fidelidad. Y, al llegar el momento de ocupar su lugar, todo su empeño -ahora sí, declarado formalmente- fue continuar siendo la sombra de san Josemaría, puesto que él, aseguraba, seguiría desde el cielo dirigiendo el Opus Dei.
En distintas ocasiones, el Papa Francisco se ha referido al "instinto sobrenatural" que se vive en la Iglesia (sentido de la fe es su nombre, sensus fidei) por medio del cual, entre otras expresiones, los fieles captan al vuelo la santidad de alguien. Me vienen a la memoria, en relación con Don Alvaro, dos manifestaciones.

Junio 1974. En la Basílica de Luján, en Argentina, rezando con san Josemaría y Mons. Javier Echevarría, su sucesor.

En 1998 viajé a La Habana a cubrir la información del viaje de Juan Pablo II, para una radio de Montevideo. Una tarde, mientras vagabundeaba por la parte antigua de la ciudad, llegué sin proponérmelo al Seminario de San Carlos. Nada más pasar el portón de madera rancia, encontré un claustro y un patio fresco de plantas tropicales. Varios muchachos iban y venían, con gestos apurados... Me presenté a uno de ellos y enseguida me invitó a cenar: arroz a la cubana, no me olvido. Estaban preparándose para ir a recibir al Papa a la Nunciatura Apostólica, en la que se alojaba. Me apunté al plan. Fuimos en un taxi de ocasión: tres pasajeros atrás y dos adelante. El seminarista apretujado a mi lado se llamaba Juan Carlos. Tenía 36 años, era ingeniero hidráulico y había entrado en el seminario apenas un año antes. Cuando supo que yo pertenecía al Opus Dei, empezó a hablarme con entusiasmo de los libros del fundador que había leído, entonces Beato, y del bien que le habían hecho. En un momento me hizo una pregunta sorprendente: -¿Usted no cree que monseñor del Portillo es tanto o más santo que el fundador del Opus Dei? -Por qué dices eso? -Porque pienso que un hombre tan inteligente (Don Álvaro, en efecto, era un fuera de serie: Doctor en Ingeniería civil, en Historia y en Derecho Canónico), que recibió en la Iglesia encargos de tanta responsabilidad (antes, durante y después del Concilio, la Santa Sede le confió numerosas tareas de envergadura) y que siempre estuvo en silencio, al lado del fundador, ayudándolo a sacar adelante la Obra... ¿No cree que para vivir así hay que ser muy humilde y muy santo?
 Juan Carlos había "olfateado" en Don Álvaro lo que bastantes años más tarde, en 2012, me dijo por experiencia personal el Cardenal McCarrick, arzobispo emérito de Washington, de paso por Montevideo: -¡Ah, Don Álvaro! Estuve con él más de una vez... ¡Qué hombre santo! Pienso que su canonización será muy fácil, ¡muy fácil!

26 de Junio de 1975. Rezando junto a los restos de san Josemaría.
El 27 de setiembre de 2014 se dio el primer paso, la beatificación, en Madrid: en esta ciudad nació, aquí conoció a san Josemaría… Estamos viviendo un tiempo de santos -quizás no caemos bien en la cuenta- a los que podemos recurrir como intercesores delante de Dios. El Papa Francisco insiste una y otra vez en que cultivemos la ternura, la comprensión, la misericordia. Don Álvaro, desde su juventud, fue un ejemplo extraordinario de estas virtudes. Baste un testimonio lejano de su cariño de padre.
Recién terminada la guerra civil española, Don Álvaro fue destinado unos meses, como alférez, a Olot, un pueblo de Cataluña. Cuando debió trasladarse a un nuevo destino, una mano anónima, por completo infrecuente en los cuarteles, escribió en una pared: "No lloréis soldados la marcha del alférez Portillo. ¡Qué buen padre hemos perdido!".


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