La intención, ayer, era sacar a pasear al Señor por las calles de Minas, para adorarlo con cantos y oraciones. Pero la lluvia dijo NO.
Nos quedamos en casa, en la Catedral, que estaba llena. Jesús habrá estado contento: al terminar la Misa, expuesto en la custodia, lo adoramos con los mismos cantos y con los necesarios tiempos de silencio que tanto bien nos hacen.
Reproduzco la homilía de la Misa.
¡Qué alegría tan grande celebrar la Solemnidad del
Cuerpo y de la Sangre del Señor en nuestra Catedral! La Catedral tiene un
aspecto diferente, como de estreno: es el “milagro” de la pintura y de la
iluminación… Gracias, muchas gracias a todos los que han colaborado en esto;
estén seguros que en el Cielo recibirán su recompensa.
Lo
último que hemos hecho es el revestimiento del altar, que ahora está más de
acuerdo con el conjunto del templo, especialmente con el ambón, el antiguo
púlpito desde donde durante décadas se proclamó la Palabra de Dios. Pero el
altar, la mesa del altar, sigue siendo la misma que fue consagrada hace más de
cincuenta años.
En
esta Solemnidad del Corpus Christi tenemos que mirar y admirar el altar, no por
su belleza, sino porque en él se verifica el milagro que sólo lo percibe en su
corazón, el que tiene fe en lo que hemos escuchado en la segunda Lectura: “el Señor Jesús, la noche en que fue
entregado, tomó pan, dio gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se
entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía”. De la misma manera, después de
cenar, tomó el cáliz diciendo: “Este cáliz es la Nueva Alianza que se sella con
mi Sangre. Siempre que lo beban, háganlo en memoria mía”. Y así, siempre que
coman este pan y beban este cáliz, proclamarán la muerte del Señor hasta que Él
vuelva” (1 Cor, 11, 23-26)
Hoy, al igual que hace más de dos mil años,
cuando lo escribió San Pablo, lo creemos con toda el alma. Le pido al Señor que
nos dé a todos un aumento de nuestra fe, de manera que podamos sentir “el asombro
eucarístico”, como lo llamaba san Juan Pablo II. No podemos acostumbrarnos a tan desmesurado
amor de Dios por nosotros.
En
ese texto se encuentran los puntos fundamentales de la fe de la Iglesia sobre
el misterio de la Eucaristía. “Hagan esto en memoria mía”: el mandato del Señor indica que la Eucaristía es recuerdo, renovación y actualización
del sacrificio del Calvario. Y la Iglesia ha visto, en ese mandato, la institución
del sacerdocio cristiano. Jesús capacitó
a sus apóstoles para que realizaran su voluntad de venir a nosotros, de renovar
su entrega en la Cruz, pero de manera no sangrienta, sino como un alimento…
El sacerdote misterioso,
Melquisedec, que aparece en los primeros capítulos del Génesis ofreciendo un
sacrificio de pan y vino, era una figura de Jesucristo, el Sumo y Eterno
sacerdote, que es al mismo tiempo Víctima que sigue ofreciéndose al Padre por
los pecados de los hombres.
Nos preguntamos: ¿podremos corresponder de alguna manera a tanto
amor de Dios por nosotros? Si recordamos las circunstancias en las que san
Pablo escribió aquella carta a los cristianos de Corinto, podremos responder a
esa inquietud.
El
problema era este: “en primer lugar, oigo
que cuando se reúnen en asamblea litúrgica, hay divisiones entre ustedes.
Porque no es ya para tomar la cena del Señor; porque al comer, cada uno se
adelanta a tomar su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro está ebrio.
¿No tienen casas, para comer y beber? ¿O desprecian a la Iglesia de Dios y
avergüenzan a los que no tienen nada? (18.20-22).
A
continuación viene el relato de la última cena, que hemos escuchado. Y ahora
extrae san Pablo una consecuencia muy directa, que habla a las claras de la
presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. “Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del
cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, por tanto, cada uno a sí mismo, y
entonces coma del pan y beba del cáliz; porque el que come y bebe sin discernir
el Cuerpo, come y bebe su propia condenación” (27-29).
Nos
preguntábamos cómo corresponder a tanto amor de Dios… Una primera respuesta es
lo que acabamos de oír y que la Iglesia lo ha concretado así en el Catecismo: “Quien tiene conciencia de estar en pecado
grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a
comulgar” (n. 1385).
Hermanos
míos, el sacramento de la Eucaristía es el mayor don que Jesucristo ha dejado a
su Iglesia. Por eso estamos tratando de mejorar su casa, este templo: porque es
aquí, en este altar y en la capilla del Santísimo, tanto en el altar como en el
sagrario, donde Él está realmente
presente, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad.
Pero
el templo más importante, el que debe cuidarse más, somos cada uno de nosotros:
a nuestro cuerpo y a nuestra alma viene el mismo Jesús a quien queremos y por
quien vivimos. ¿Cómo no disponernos de la mejor manera, para recibirlo? El Papa Juan Pablo nos decía en su primera
encíclica: “La Eucaristía y la Penitencia
(la Reconciliación) toman una dimensión doble, y al mismo tiempo íntimamente
relacionada, de la auténtica vida según el Evangelio, vida verdaderamente
cristiana. Cristo, que invita al banquete eucarístico, es siempre el mismo
Cristo que exhorta a la penitencia, que repite el “arrepiéntanse”. (Red.
hominis, n. 20).
¿Qué
más podemos hacer? Visitarlo, estar con
Él. Nos encontramos en el Año de la Misericordia y, siguiendo el impulso
del Papa Francisco, tratamos de ejercitar más y mejor las obras de
misericordia, tanto corporales como espirituales. Una de ellas es VISITAR A LOS
ENFERMOS, como Jesús lo hizo con predilección, y alivió con su palabra y con
sus milagros a tantas personas que tuvieron la dicha de encontrarlo.
Hoy y siempre
encontramos a muchas personas que, más que el dolor físico de la enfermedad,
sienten el dolor de la soledad, del abandono, de la indiferencia… Pensándolo un
poco, ¿no les parece que el más solitario, el que padece una gran indiferencia es Jesús en la Eucaristía? Además
del domingo o del día en que venimos a Misa entre semana, ¿entramos alguna vez
en la iglesia, solamente para acompañarlo?...
¿Verdad que en tantas
ocasiones, cuando vamos a ver a una persona enferma o que está pasando un mal momento,
nos dice simplemente “gracias por
estar”? ¿No deberemos decirle a
Jesús, con idéntica sencillez, “gracias, gracias por estar”?
Y, junto con el
agradecimiento por su presencia, le hablaremos de nuestras preocupaciones, y le
preguntaremos por las suyas; y
encontraremos palabras de consuelo por tantos pecados, nuestros y ajenos, por
tantos disparates de los que tenemos noticia todos los días; y le pediremos…
Créanme: si crece
nuestra devoción a la Eucaristía, mejorará nuestra vida cristiana; nos
sentiremos más hermanos de todos; crecerá nuestra caridad, porque la Eucaristía
es la fuente del amor con que Dios nos empuja a amar.
Le pedimos a María
Santísima, Madre de la Eucaristía, que nos ayude “a estar con Jesús”: porque Él quiso estar
con nosotros, siempre, hasta el fin del
mundo. Y “amor con amor se paga”.