Antes que termine el año, quiero contar
lo que me sucedió el Domingo 4 de este mes de Diciembre: siento que debo
hacerlo por un deber de justicia con san Josemaría, a quien quiero y trato como
auténtico Padre.Habitualmente le pido
pequeños favores, materiales y espirituales; esta vez, el favor no fue pequeño. Y, como suele pasar, intervino con eficacia maestra.
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El Domingo 4 de Diciembre
de 2016, a
las 10 de la mañana, administré la Confirmación a un buen grupo de fieles en la parroquia San Nicolás de Bari, en Batlle y Ordóñez.
El plan del viaje era hacer por
la tarde el trayecto Batlle y Ordóñez – Lascano, a 120 kilómetros de
distancia, para celebrar Misa a las 19
horas en la parroquia San Francisco, de este pueblo, que celebraba el 125 aniversario de su fundación.
Después de almorzar me
despedí del P. Alfonso, párroco de San Nicolás, y puse en marcha el auto. Mejor
dicho, intenté ponerlo en marcha, pero fue inútil, estaba muerto. El P. Alfonso, sin pensarlo
más, me dijo enseguida: - Llévese mi camioneta, que mañana arreglamos el
problema de su auto. Encontrar a un mecánico un domingo de tarde…
A eso de las dos salí rumbo a Lascano. Hasta Zapicán, ningún problema. Desde Zapicán hasta
la ruta 8, en cambio, hay que andar con cuidado: el camino, de balastro, es una
serpiente de incontables curvas que pasan y repasan las vías del ferrocarril. Manejaba con prudencia, a baja velocidad, especialmente al tomar las curvas.
Habrá sido en la octava o
la novena, antes de cruzar la vía, cuando la
camioneta empezó a dar vueltas de ballet, por completo a su aire, con total desobediencia
del volante… Te dicen: “en estos casos no apriete el freno, ponga segunda,
ponga primera”… Nada servía para nada, era inútil. Me sorprendí gritando fuerte, ¡Padre!… ¡¡PAADRE!!, aun con la certeza de que iba a volcar, era evidente.
No sé qué sucedió. El caso
es que en un momento, como encaprichada, la camioneta se fue al otro lado de la
ruta, en dirección contraria a la que venía, y con un fuerte golpe, ¡TUC!, se
detuvo.
Respiré, dí gracias a Dios
y a san Josemaría, solté el cinturón del asiento y bajé del coche. Increíble:
las ruedas traseras estaban a pocos centímetros de un pozo de un metro de profundidad; adelante, una piedra grande cubierta por el pasto. La camioneta había quedado como
“estacionada” entre el pozo y la piedra, con exactitud.
Mientras buscaba en la camioneta
la máquina de fotos pensaba: - ¿Y ahora qué hago? Domingo de tarde, no pasa
nadie por aquí, no me crucé con ningún auto…
No habían transcurrido ni tres
minutos, literalmente, cuando cruza la vía del tren un auto rojo, un Peugeot grande si no me
equivoco, y bajan de él tres hombres, ¡sí! tres ¡hombres! Me ven y exclaman: -
¡Pahh!, ¡qué barata la sacó! ¿Qué pasó, cómo hizo?... – Fue gracias a un santo
al que quiero mucho…
Estudiaron, sorprendidos, el pozo y la piedra. Bué,
ponga primera y dele toda la dirección a la izquierda, que nosotros lo empujamos. ¡Vamos! - Bué, ahora al revés: marcha atrás y la dirección a la
derecha. Y ahora, otra vez…
En unas cuantas maniobras,
la camioneta estaba otra vez en la carretera. Les di las gracias-¡gracias,
gracias!- y saqué una foto: la foto de los “Ángeles Custodios”.