Hay relatos que llegan al alma. El que acabo de recibir es uno de ellos. Y pienso que es el mejor broche (de oro, sin duda) para el Año de la Fe que terminó ayer.
Su autor es un sacerdote argentino al que conocí hace un montón de años en Córdoba, Argentina. Él estaba cursando sus estudios en la Academia Pontificia Eclesiástica, en la que se forman los que son destinados a las diferentes Nunciaturas Apostólicas de la Santa Sede. Al terminar, desde que empezó su carrera diplomática, monseñor Rubén Darío Ruiz Mainardi empezó a enviar algunas crónicas con las que nos mantiene al día de sus andanzas.
Desde hace pocos meses, Rubén Darío está en Francia, pero antes de contar algo de su nuevo y quizás envidiable destino, nos ha contado a sus amigos algo de lo que vivió en su penúltimo país, Chad (pinche aquí para saber algo de él), que no tiene absolutamente nada de envidiable sino todo lo contrario. La fe lo llevó a ese lugar y sólo la fe explica esta tremenda historia.
Hace
dos meses que estoy en Francia, mi nuevo destino, pero antes de comentar mis
anécdotas en las tierras de los galos no quiero olvidarme de compartir una de
mis últimas experiencias vividas en el Chad.
Hace
3 años, cuando llegué a N'Djaména, tuve que buscar un técnico para reparar la
única computadora de nuestra pequeña Nunciatura y me presentaron un joven
musulmán de unos 25 años, estudiante de informática. A lo largo de mi período
saheliano lo he visto algunas veces, con ocasión de consultas por programas,
antivirus, etc. Hace ya unos cuantos meses este joven me envió un SMS, en el
que me preguntaba si “un musulmán podía hacerse católico y ser un buen
creyente". Resumo los pasos que siguieron: el joven se convierte y
comienza a prepararse para su ingreso en el catecumenado. En una de las
conversaciones que tuve con él a este propósito, le regalé un crucifijo y
hablamos de su significado.
Las
conversiones de musulmanes en el Chad son raras, no obstante las usuales buenas
relaciones que existen en el país entre las diversas confesiones. Este joven,
dado que pertenece a una tribu musulmana, trató de tener bastante precaución
con su ambiente. Sus padres ya habían fallecido, y su hermana menor, de unos 18
años, estaba de acuerdo con su decisión de hacerse católico.
Cuando
llegó el tiempo del Ramadán -durante el cual, después de un exigente ayuno
diurno, los musulmanes celebran una fiesta familiar todas las noches- el joven
sugirió a su hermana que fuera a pasarlo junto al resto de su familia en el
pueblo de proveniencia. Él se quedaba en la ciudad para seguir su trabajo y sus
estudios.
Ya
en el pueblo, la joven entró en confianza con su tía y le comentó que su
hermano se había convertido y que si la Iglesia se lo permitía ella también
deseaba ser católica. La tía tomó muy a mal la noticia y la comentó con los
otros parientes. Los familiares, enojados por lo que acababan de enterarse,
arrojaron una serpiente en la habitación de la joven, la cual terminó siendo
mordida. La chica, afectada por el veneno, permaneció con vida varios días
pidiendo a gritos y sin éxito que la llevaran a un médico. Luego, los parientes
llamaron al joven comunicándole el deceso de su hermana y lo convocaron para el
sepelio, pero sin decirle nada más.
Llegado
a la localidad, el muchacho observó algo extraño: sus parientes lo esquivaban a
la hora de hablar con él. Intrigado, fue a visitar a un amigo de la infancia el
cual le relató la verdad de los hechos y le avisó que en realidad lo habían
llamado para poder tener “un doble funeral”. En efecto, al oscurecer,
algunos parientes armados con machetes, intentaron entrar en la habitación del
joven, quien -habiendo sido ya alertado- logró escaparse a tiempo por la ventana.
Cuando llegó a la ciudad entre mil y una peripecias, el muchacho no se sentía
seguro, ya que allí viven algunos miembros de su clan. Tuvo entonces que
decidirse a emigrar al vecino Camerún hasta que las cosas se calmaran.
Antes
de cruzar la frontera, pasó a saludarme. Llevaba consigo solamente dos bolsas
plásticas con lo único que había podido recoger de su casa a toda velocidad. En
una bolsa tenía algunas ropas y en la otra, la Biblia, el Catecismo y su
librito de primeras oraciones. Impactado por la fe de este joven, me pregunté
si yo habría hecho la misma elección de cosas para llevar conmigo en una
situación similar.
Otro
particular que me llamó mucho la atención fue que llevaba al cuello, por
primera vez en su vida, una cruz; era aquella que le había regalado y sobre la
cual habíamos hablado. Me dio mucha alegría ver que espontáneamente hubiera
decidido usarla, pero por prudencia yo no podía no decirle que en las
circunstancias en las que se encontraba tuviera cuidado (ya que él es
fácilmente identificable como perteneciente a una etnia conocida como
musulmana). A lo que me respondió que para él, aun no siendo bautizado, el
crucifijo le aseguraba dos cosas muy importantes en el caso que lo llegaran a
matar: primero, que sería enterrado como cristiano por las personas que
encontrasen su cuerpo; y segundo, que quedaría claro -y esto le hacía muy
feliz- que él moría por lo que había entendido de la explicación del crucifijo,
esto es: “por un Dios que por amor había muerto primero por él”.