Ayer, antes de retirarse Benedicto XVI, Diego Contreras escribió este comentario, que comparto plenamente, en su blog La Iglesia en la prensa.
Admito que me ha venido un nudo a la garganta al escuchar los últimos
discursos de Benedicto XVI, especialmente el que dirigió esta mañana en su última audiencia general. No me refiero solo a la
emotividad por el hecho de haber podido asistir personalmente a una despedida
única, sino al escucharle de nuevo dar las gracias y afirmar que nunca se ha
sentido solo.
Benedicto XVI se ha ganado el afecto de la gente, pero se lo ha tenido que
ganar a pulso. Ha superado muchos estereotipos; entre otros, estos: que era un
“profesor” al que nadie le entendería (véase el encuentro con niños de primera
comunión); que estaría encerrado en el Vaticano (24 viajes internacionales);
que carecía de carisma para la juventud (tres JMJ con récord de asistencias);
que era poco dialogante con otras religiones (ha llevado a nuevos niveles las
relaciones con hebreos y musulmanes); y también poco abierto intelectualmente
(ningún Papa antes había merecido tanta atención por parte de intelectuales no
cristianos).
Benedicto XVI ha sido al final un Papa muy querido, pero también –no lo podemos
olvidar- muy insultado. Con la clase que le caracteriza, no tuvo ni una palabra
de reproche ni tan siquiera de suave recriminación, a pesar de que motivos no
le faltaban. También fue víctima de algunas meteduras de pata e insuficiencias
por parte de sus colaboradores, a las que tuvo que hacer frente personalmente.
No puede ser que se vaya sin que nadie le pida públicamente perdón. (Pudo ser y fue: así somos los hombres).
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