Dos días antes de terminar mi
estadía en Polonia, el P. Stefan, mientras me entregaba un libro me dijo: - Es
para leerlo en el avión, te va a interesar, lo escribió mi madre.
Me lo devoré. Ludmila M. Dabrowski de Moszoro
escribió sus Memorias 1939-1945, con el único interés de dar a conocer la
verdad de lo que pasó en su patria durante la segunda guerra mundial. “A
conciencia, dice, evité la pormenorizada descripción de la barbarie y crueldad
de los dos totalitarismos”, nazi y comunista. Lo que ha sacado de sus
recuerdos, no obstante, es más que suficiente para hacerse cargo de que el
hombre es capaz de conjugar en todos los tiempos y modos posibles, el verbo
sufrir: en voz activa y pasiva: sufrir y hacer sufrir.
Al mismo tiempo, por algunos
datos que incluye como Apéndice en el libro, queda claro que Polonia fue el
país más sufrido de Europa, antes, durante y después de la guerra. Por ejemplo:
en 1939 tenía 32 millones de habitantes; en 1946, 23. Alrededor de 3 millones
de judíos polacos fueron exterminados en las cámaras de gas. Cerca de 200.000
niños polacos, esmeradamente seleccionados, fueron llevados a Alemania, donde
familias “adoptivas” les despojaron irreparablemente de su origen. La URSS se
anexó casi la mitad del territorio polaco de preguerra, con una población de
13,5 millones de habitantes. Se perdieron más de 6 millones de vidas polacas.
De ellas se estima que 600 mil murieron en combate y operaciones militares; 4
millones fueron asesinados o masacrados por los ocupantes; 1 millón fallecieron
en cárceles y campos de trabajo.
En este cuadro incompleto y
terrible, ha sido precisamente Polonia la "base" desde la que se ha provocado un inmenso
tsunami, que hoy cubre el mundo, proclamando la misericordia divina y la
necesidad de practicarla entre los hombres. La responsable de semejante iniciativa fue una humilde mujer de pueblo,
casi sin instrucción, que gastó sólo 33 años de vida metida en un convento. Todo esto, humanamente hablando, no tiene lógica; pero así escribe Dios la historia del mundo.
Hoy, 5 de octubre, es la fiesta
de santa Faustina Kowalska, la gran difusora de la misericordia divina. Es su
fiesta porque en esa fecha, en 1938, se fue de este mundo antes de que
comenzara el infierno de la guerra mundial.
En 1965, siendo arzobispo de
Cracovia Karol Wojtyla, comenzó el proceso de canonización de Sor Faustina. Juan
Pablo II la beatificó el 18 de abril de 1993, primer domingo después de Pascua
y, siete años más tarde y en el mismo domingo, fue canonizada por el mismo Pontífice.
La elección de la fecha es importante: fue santa Faustina quien recibió del
Cielo el encargo de que el primer Domingo después de Pascua se
celebrara en toda la Iglesia el “Domingo de la Misericordia Divina”.
El 12 de setiembre pasado, a las
8 de la mañana, encontrándome en Varsovia, tuve el privilegio de celebrar la
Santa Misa en la sede central de las Hermanas de la Divina Misericordia: Misa
en latín, Lecturas en polaco, homilía en castellano traducida en simultáneo por
el P. Stefan. Al terminar, la Superiora General me entregó una reliquia de santa Faustina, en un precioso relicario.
En muchas iglesias de nuestro país,
y en todo el mundo, se venera la imagen que fue pintada según las indicaciones
que la santa recibió de Jesús, con quien hablaba de tú a TÚ. La invocación “Jesús,
confío en ti” se ha difundido también por todas partes…
Conforme pasan los días y el de
hoy compite en maldad –en pecado- con el anterior, el recurso a la misericordia
divina se hace más necesario. El alma de Polonia, su historia antigua y
reciente, está marcada a fuego por el sufrimiento. Y fue el sufrimiento el que
engendró a una mujer santa, elegida para extender el mensaje de que Dios quiere
cubrir con su misericordia la miseria humana. También vino de Polonia un Papa
santo, experto en sufrir y en amar, que se fue de este mundo la víspera del
primer Domingo después de Pascua, precisamente, mientras a los pies de su cama se celebraba la
Misa del Domingo de la Misericordia Divina.
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