Roma, Jueves
20 de septiembre. Ayer, por lo que leo en la prensa, terrible temporal en Uruguay.
Aquí, una lluvia mansa que en cierta medida ha limpiado el smog. Dentro de
cinco días estaré en Minas y preveo poco tiempo para escribir: aprovechemos
esta noche romana.
Polonia. Empecé y terminé el viaje llegando
al corazón de los polacos: en el Santuario de Czestokowa, al día siguiente de
llegar a Varsovia (430
kilómetros ida y vuelta) y, en la última jornada,
celebrando la Misa en la parroquia donde predicaba el P. Jerzy Popielusko,
secuestrado, torturado y asesinado por los comunistas en 1984 y beatificado en
2010. Tenía 37 años. Dio la vida por su fe en Dios y por la libertad de su
patria. Después de su muerte, el pueblo polaco ya no tuvo miedo -así me lo
explicaba el párroco, mientras me enseñaba el museo del P. Popieluszko- y salió
a la calle. Fue el principio del fin del totalitarismo soviético.
El alma de
los polacos es católica. Fluye la fe con completa naturalidad: participan
piadosamente en la Misa; rezan el Rosario de a miles; hacen largas colas para
confesarse; piden la bendición del sacerdote… En casi todas las iglesias está
expuesto el Santísimo y hay gente adorando la Eucaristía. En los campos, (el P.
Stefan y yo hicimos 1.800
kilómetros en cinco días, internándonos en la “Polonia
profunda”), a derecha e izquierda de las carreteras, incontables cruces
adornadas e imágenes de la Virgen son llamadores de la presencia de Dios.
El Papa
Juan Pablo II está en todas las partes de su patria. En 9 viajes visitó sus más
de 40 Diócesis. Hay monumentos y cuadros por doquier, y plazas y calles llevan
su nombre: no es para menos. Recuerdo lo que declaró Gorbachov, una vez
terminado el comunismo: “lo que ha pasado habría sido imposible sin contar con
él”.
Corto
aquí: es tarde y hay que descansar.
En el albergue de Czestokowa, monumento a los padres de Juan Pablo II.
La bandera uruguaya, en la entrada del Santuario.
Termina una Misa y empieza otra...
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