En
el centro del mes de agosto, la contemplación de la Virgen Santísima nos llena
de alegría y da calor al alma: ¿qué es si no, la certeza de saber que vive en
cuerpo y alma en el Cielo, y que cuida de cada uno de sus hijos con inmenso
amor?
Es
lógico pensar en la Virgen y preguntarnos si, para ser llevada a la gloria de Dios,
habrá pasado por la muerte. El Beato Juan Pablo II decía que reflexionando en el destino de María y en su
relación con su Hijo divino, parece legítimo responder afirmativamente: dado que
Cristo murió, sería difícil sostener lo contrario por lo que se refiere a su
Madre.
¿Cuál
habrá sido, entonces, la causa de la muerte de María? El mismo Papa enseñaba
que, más allá del hecho en sí, el
tránsito desde esta vida a la otra fue para María una maduración de la gracia
en la gloria, de modo que nunca mejor que en ese caso la muerte pudo concebirse
como una “dormición”.
Nos
llena de consuelo saber que la Madre que tenemos en el cielo nos cuida ahora y,
en la hora de nuestra muerte, estará dándonos paz y nos acompañará a la
presencia de Dios.
Es
importante conocerla, tratar de imitar sus virtudes, introducirnos en el
“secreto” de su vida santa. Las únicas palabras que conserva el Evangelio, en
las cuales María se dirige a los hombres, son las que les dijo a los que
servían el banquete de casamiento en Caná. Frente a la aparente negativa de
Jesús a su petición –no tienen vino, expuso
Ella; todavía no ha llegado mi hora,
respondió su Hijo- la Virgen les pide y nos pide: hagan lo que Él les diga. Este es el “secreto”: cumplir, llevar a
cabo la voluntad de Jesús.
Nos
falta fe y confianza en Dios. Cuando hablamos de su Voluntad, no es raro que la
interpretemos en términos de desagrado, o de desgracia… No es así. Lo que dijo
Jesús a los servidores fue, sencillamente: llenen
de agua las tinajas. Y comenta san Juan que las llenaron hasta arriba, es decir, que cumplieron perfectamente
lo que Dios quería. El resultado inmediato fue fantástico: centenares de litros
de un vino extraordinario.
Nada
fuera de lo común hubo en la vida de la Virgen. Los verbos que conjugó fueron
todos domésticos: cocinar, lavar, limpiar, coser, cuidar a Jesús, atender a
José, hacer favores, estar pendiente de sus amigas… Fue todo agua corriente, por así decir, que se
transformó en vino de santidad por el amor con que lo hacía.
Nosotros,
minuanos, tenemos en el Verdún a la Madre Inmaculada, venerada por los uruguayos. En la fiesta grande de su
Asunción en cuerpo y alma al cielo, quisiera animarlos a alimentar el deseo de que no nos gane nadie en el amor a la
Virgen. Ella tiene derecho a esperarlo de nosotros; y no sólo el Uruguay, sino
el mundo entero, necesita especialmente que Ella se muestre como Madre. Por
eso, mientras tratamos de hacer lo de cada día con mucho amor y conjugamos
nuestros verbos hasta arriba, le
pediremos en particular que ruegue por nosotros ahora, que nos hace mucha falta.
Les
invito a rezar con devoción -en familia, si es posible- el Santo Rosario,
meditando sus misterios y metiendo en
ellos las intenciones que llevamos en el corazón: nuestra patria, sus familias;
nuestros legisladores… El Papa, los obispos, los sacerdotes, las vocaciones…
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