Silencio infinito del Cebollatí.
Si hablamos del
Uruguay profundo, creo que Cebollatí está en pole position. Decirlo así puede sonar a ironía; lo hago sólo por
colorear una realidad tan dura y silenciosa como el río que le da nombre a un
pueblo que vive aislado y sin horizontes.
Cebollatí tiene solamente una carretera, un cordón umbilical de tierra amasada, que lo une a Lascano, es decir, a la vida. Del otro
lado, al final del pueblo, el silencio del río -estruendoso- parece haber
contagiado a los ¿1.500? habitantes del lugar: dicen que en Cebollatí no hay
ningún lugar para “hacer algo” (es verdad), que no pasa nada (también lo es),
que no hay nadie dispuesto a emprender cualquier cosa (¡ay, mi Dios querido!)…
Y, a medida que vas hablando con la gente, un drama supera al anterior…
El banco de la plaza espera a alguien...
Una mujer ve al
obispo en la plaza del pueblo y se acerca a contar: que tiene 7 hijos, ¡todos
con el mismo hombre!, dice con orgullo; que ha hecho de todo en su vida: trabajó,
levantó los bloques de la casa en la que viven -¡mire qué músculos tengo! (también
es verdad)-; crió a los hijos… Y su marido, alcohólico, ¡palo y palo! –Y usted
se preguntará por qué sigo con él, ¿verdad? ¡Por mis hijos! Porque pienso que
para ellos es mejor que estemos juntos, aunque yo tenga aguantar tantas cosas,
¿no le parece?
En Cebollatí
hay una policlínica, un respirito de esperanza. Dos mujeres, presidenta y
secretaria de la comisión de apoyo, reciben
al obispo con una cortesía extraordinaria y le piden que las acompañe: quieren
enseñarle los consultorios que han podido hacer, el microondas nuevo y la
heladera nueva, que lucen en la cocina. Están felices porque lo han hecho ellas,
moviendo no sé cuántas voluntades…
La capilla de
Cebollatí está dedicada a una advocación de la Virgen, que en este contexto de
bajón deberá cederle el sitio a otra: Nuestra Señora de los Dolores deberá
cambiarse por Nuestra Señora de la Esperanza, o de la Alegría, o del Amor
Hermoso. Queda pendiente.
No obstante,
en esa capilla encuentra el obispo a los niños de la catequesis y, como
siempre, el panorama es otro. Guadalupe tiene siete años y funciona a la
velocidad de la luz. Razona con exactitud: – Tú me dijiste –se dirige a Luis,
seminarista- que María es la Madre de Jesús. Si Jesús es Dios, como también me
dijiste, y es el Hijo de Dios que nació de María, ella es la esposa de Dios, ¿o
no?
Elena,
profesora por vocación, por estudios y de corazón, ayuda en la catequesis. Es
de Cebollatí y lo que quiere es dedicarse a enseñar ahí, en el pueblo, donde el
ambiente está de pesimista para abajo. ¡Grande, Elena!
El obispo va a la sede de la Junta local,
que aún no está formada. Dos empleadas están felices por la inesperada visita.
Una de ellas tiene máquina de fotos y quiere sacarse una con el obispo; la sigue su compañera. Un empleado deja su escritorio, saluda con afecto y cuenta que la
ilusión de su vida es poner una imagen de la Virgen en la entrada del pueblo,
pero que todo cuesta una barbaridad, que nunca lo consiguió, que en Cebollatí
es muy difícil hacer algo… Y, mientras los demás están conversando parados
(obispo, párroco, empleadas), él se derrumba en un sillón, abatido por el peso
de tantas dificultades.
Después se
dieron otras circunstancias y el obispo no pudo visitar el liceo, como estaba previsto.
Una lástima, porque le hubiera gustado mucho hablarle a los chicos de trabajo, de esperanza,
de servicio… y contestar a todas sus preguntas sobre Dios, que quiere, sin
duda, tener más espacio en Cebollatí.
Laguna Merín, a 27 kilómetros de Cebollatí. El P. Leo y Luis abren horizontes de esperanza.