Escribo desde Chosica, a una hora larga de Lima. Llegué el lunes, con ganas de descansar, de rezar bien y de pensar. Voy a ver a un obispo amigo, en Cañete, que me despertó el interés por conocer el santuario dedicado a la Madre del Amor Hermoso que tiene en su diócesis. Creo que va a ser una visita bien aprovechada.
Ayer de mañana leí que el senado uruguayo aprobó legalizar el aborto, es decir, que está de acuerdo en dar licencia para matar a los niños en el vientre de sus madres. La decisión tomada, además de legalizar un crimen abominable empuja al país a un deterioro moral definitivo.
Aparte de otros libros, en este viaje traje conmigo “Tierra y tiempo”, de Morosoli. De a ratos leo sus cuentos, que en realidad son retratos de la gente de nuestros campos: mujeres y hombres buenos, faltos por completo de instrucción, pero con una rara conciencia de su propia dignidad. Sacrificados sin límite, leales, pasan por la vida orientándose por su conciencia, poco o nada formada.
Se reproducen –procrear, en este caso, puede que sea un verbo excesivo-, tienen hijos que encontrarán no pocos hermanos desconocidos, van de aquí para allá deambulando con su instinto, sin medir las consecuencias…
Acerca de si hay un Dios, si hay algo después de la muerte y qué será, no piensan nada: simplemente, porque nunca oyeron hablar de ello. No obstante, no pocos de estos hombres y mujeres saben distinguir entre lo que está bien, lo que está mal y lo que está muy mal.
Hoy leí el cuento La señora. Ella acababa de terminar el luto por su marido muerto: seis años había vestido de negro por él, cuando decide poner el punto final y vestirse de color. Ahora va por la calle del pueblo, con cola de paja, acompañada… Copio:
Caía la tarde cuando empezaron a sentir la angustia del tiempo sin destino.
Pasaron frente a la iglesia.
- Vamos a entrar –ordenó la señora.
Fueron. Salieron casi enseguida.
- A veces da vergüenza estar en la iglesia –dijo ella.
Pocas veces se han descrito con mayor precisión los sentimientos colectivos de los uruguayos, después de la decisión del senado de legalizar el crimen del aborto. Ultrajando la dignidad de la persona humana, le han dado el toque final a la angustia que padecen tantas y tantos de vivir sin destino. Nadie podrá sorprenderse de que aumente entre nosotros la violencia, en las formas más crudas: si la vida más indefensa ya no cuenta, vale todo.
Por lo demás, aunque haya responsables a los que les importa un pito Dios y entran en la iglesia sólo por compromisos sociales, es de esperar que al menos sientan vergüenza de estar en ella.