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viernes, 27 de marzo de 2009

LA EPOPEYA DE LOS ANDES (2)

En la mañana del 22 de diciembre de 1972, mientras viajaba en “La Villavesa”, el ómnibus que va y viene al campus universitario de Pamplona, en una de las paradas subió don Antonio Martín Moreno, un sacerdote español que por los años cincuenta había vivido varios años en Chile. Fue él quien me dio la increíble noticia de que habían aparecido 16 uruguayos en los Andes. Y, con un exquisito cuidado, agregó: - ¿Sabes qué pienso?... Que tienen que haberse alimentado entre ellos... - ¡¿Cómo?! – Mira, me explicó sin titubear: tú no conoces los Andes, ¿verdad? Pues te aseguro que es imposible que hayan sobrevivido de otra manera.

Tenía razón. Daniel Fernández explica crudamente en el libro la evolución que sufrieron:


“Durante mucho tiempo no pude pensar en todo ese proceso que tuvimos que hacer en la montaña, pasar de ser seres normales a convertirnos en hombres primitivos, deshojándonos gradualmente. Creo que al final estábamos más cerca del mono que del hombre, con la única diferencia de que éramos seres pensantes, y fundamentalmente con una espiritualidad agudizada que se iba tornando más sutil con el correr de los días. Pero en cuanto al funcionamiento del grupo, para quien nos observara desde afuera, éramos como una manada de monos. Setenta y dos días sin lavarnos, sin quitarnos la ropa, comiendo carne humana, que en un primer momento era un cortecito pero después se transformó en una ración de comida y más adelante ya quedaba el hueso pelado tirado por ahí y venía uno y lo agarraba y se lo metía en el bolsillo del saco y después se ponía a chuparlo delante de los otros. Incluso en la conversación era como se supone que se hablaba en las cavernas, una charla a un volumen muy tenue, muy pausado, casi musitado. Tal vez era una adaptación del cuerpo para ahorrar energía, o habíamos accedido a estadios tan primitivos que de homo sapiens nos transformamos en monos pensantes”.

Roberto Canessa matiza el cuadro cuando explica: “En un momento pensé que en esa zona de nadie estábamos tornándonos en bestias salvajes, que estaba primando nuestra parte animal, la que aniquilaría a la otra. Pero me equivoqué. Porque si bien es cierto que tuvimos que hacer cosas que ningún animal suele hacer, como comer a su propia especie, lo hicimos mediante un pacto de sublime generosidad, esencialmente humano y que me emociona hasta hoy: yo podría ser tu alimento de mañana. Y en la montaña vi gestos de generosidad y entrega como jamás volví a ver en mi vida. Y esos gestos, en particular de gente malherida, que sabía que moriría, te obligan a dar todo de ti, hasta la última gota de tu sangre".

Cuando empezaban a “habituarse”, si se puede hablar así, a la situación, la muerte los visita nuevamente: el alud de nieve es un ángel exterminador que, contra todo pronóstico, los acerca más a Dios: “Cuando permanecimos sepultados bajo la nieve durante tres días después del alud, dice Inciarte, se creó un antes y un después, separando dos historias diferentes. Cuando al fin salimos el paisaje era otro, la gente era otra. Salimos ocho menos, pero salió uno más, y ese “más uno” inmaterial nos advirtió que se terminaban definitivamente las mezquindades de la sociedad “civilizada”, entre comillas. Fue ahí cuando entré en un contacto mucho más estrecho con una fuerza superior. No me hizo más cristiano ni menos cristiano, simplemente mucho más creyente en un mismo Dios para todos, que se expresa a través del hombre, en el altar de la naturaleza. Es fácil no creer desde el llano: es imposible no creer cuando estás a solas con la montaña en forma de alud”.

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