Al llegar a Lourdes el 4 de septiembre, a las 5 y media de la tarde, me sentí un poco alicaído. Lourdes es un pueblo grande compuesto por hoteles y comercios, por comercios y hoteles en los que te atienden en cuatro o cinco idiomas y en los que se encuentran rosarios de cuantas clases quieras e imágenes de la Virgen que no son, en su mayoría, artísticamente recomendables. Superé esta primera impresión pensando en esto: desde 1858, cuando la Virgen se apareció en la Gruta de Massabielle, hasta hoy, ¿cómo no iban a multiplicarse los albergues, si se cuentan por millones los peregrinos de todo el mundo que acuden a Lourdes? A su vez, ¿a quién no le gustará llevarse un recuerdo de su paso inolvidable -¡i-nol-vi-da-ble!, repito- por este sitio bendito por la presencia de Nuestra Señora? Entonces, superemos el shock y vayamos a lo importante.
Lo importante es que a todas horas Lourdes es una fantástica Babel de idiomas que no se confunden, porque todo ese mar de mujeres y hombres, enfermos y sanos, coinciden aquí para encontrar a su Madre. Pienso que nadie va para "hacer turismo". Sí, quizás, por curiosidad; pero estoy seguro de que se van deseando volver porque encontraron algo que no esperaban: la cercanía de la Virgen, el trato con enfermos que hizo que se preguntaran: ¿y yo de qué me quejo?, la gracia de la fe recuperada...
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