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martes, 28 de octubre de 2008

EL ROSARIO DE LAS ANTORCHAS


Cuando llega la noche a Lourdes, en el predio de la Virgen se encienden miles de estrellas. Son pequeñas antorchas formadas por una vela protegida con su caperuza, que siguen un modelo incambiado desde el siglo XIX. Cada día, a las 9 de la noche, se prenden esas luces que, durante una hora, iluminan el camino de miles de personas: van rezando el Rosario en distintas lenguas y reviviendo, según los días, los misterios gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos de la vida de Jesús y de su Madre.

Ese Rosario de Lourdes, proclamado ante todo por multitud de enfermos, es un himno de alabanza a Cristo y a la Madre de Dios que, además de llegar al Corazón de la Madre, se clava en lo más hondo de quien lo reza: la luz de las velas, el canto al final de cada Misterio mientras se alzan al cielo todas las antorchas, la cercanía de tantas personas extrañas que por obra y gracia de la oración se sienten hermanas, componen una experiencia única de cercanía inmediata con la familia que es la Iglesia, que se encuentra más allá de los límites del espacio y del tiempo.

Al terminar el Rosario, mi amigo Emilio (hablaré de él más adelante) me comentó inesperadamente y simplificando con buen humor las cosas: -Oye, ¿no sientes pena por los protestantes? ¡Mira que no poder disfrutar de esto porque no creen en la Virgen!... ¡Lo que se pierden!

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