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martes, 17 de junio de 2008

POR LAS CALLES DE MONTEVIDEO

A las tres y media de la tarde, de esto hace ya un tiempo, la señora Manuela salió de su casa para ir a visitar a doña Dolores, una amiga suya imposibilitada de moverse a causa de su edad y, sobre todo, de su ceguera. Unas semanas antes habían conversado por teléfono y la señora Manuela esperaba el día oportuno para acercarse a la residencia de su amiga, que vive un poco más allá de la Unión, en Maroñas.

Aquella misma tarde, el sacerdote estaba en la zona del barrio Artigas, en Instrucciones y Camino Mendoza; desde ahí debía trasladarse hasta la Avenida Bolivia, cerca de los Portones de Carrasco. En otras palabras, tenía que cruzar de una punta a otra la ciudad. Sin tener un mapa a mano y fiado del instinto, recorrió con la imaginación -imprecisamente, ya que no domina el entrevero de calles y avenidas de una zona tan extensa- el camino más corto que podía seguir y calculó que no le llevaría más de tres cuartos de hora.
A las tres y media de la tarde la señora Manuela salió hacia la parada del ómnibus. Su amistad con doña Dolores había empezado al poco tiempo de conocerse en el “Club de las Abuelas”, al que había ingresado hace unos años, después de enviudar. ¡Qué ratos tan buenos los que ha transcurrido en el Club! Las abuelas se reúnen mensualmente y juegan a las cartas; pasean, cosen u conversen de acontecimientos familiares presentes y pasados a los que dedican la mayor atención: proponen una idea, dos, diez soluciones; recuerdan e1 caso de aquella otra persona a la que le pasó algo muy parecido, no sé si es conté alguna vez… Y las otras abuelas escuchan, interrumpen, aclaran y confunden los relatos que es una delicia.

Doña Dolores, que ya no ve, espera a Manuela con la serena alegría que dan los años. Su amiga tiene 66 años y es bastante más joven que ella. Hay que ver cómo la ayuda; le hace mandados, le trae noticias, le lee las revistas, le ordenas el cuarto… Dentro de un rato ya estará aquí. Doña Dolores siente menos el frío pensando en su visita.

Ya habían dado las cinco y media cuando el sacerdote se puso en marcha. La ruta seguía tan vaga como antes, lo que le daba al viaje un interés especial, cierto carácter de “descubrimiento”. En varias ocasiones el sacerdote debió decidir, poniendo a prueba su sentido de orientación, fallado de origen, si doblar a la derecha, a la izquierda o si seguir en la misma dirección que traía. En Camino Mendoza y Aparicio Saravia optó por tomar este último, con intención de alcanzar Gral. Flores más arriba del hipódromo. Lo hizo así, pero sin ningún motivo continuó Cuchilla Grande —José Belloni dicen los carteles, pero va se sabe que el callejero montevideano oficial y el popular están un poco peleados— y se dejó llevar por ella: por aquí, no sé por qué, vamos bien, pensó.

La señora Manuela alegró a doña Dolores durante casi dos horas. La puso al corriente de su familia, especialmente de su hija menor, con la que vivía, y de sus nietos. Hablaron del tiempo, cómo no y de la salud de la abuela ciega, que no es buena. Manuela la tranquilizó contándole el caso de una conocida común que sufría de lo mismo desde hacía años y que ahora, gracias a Dios, había mejorado muchísimo. Eso sí, hay que cuidarse un poquito ¿verdad? Doña Dolores estaba realmente contenta con la visita. La agradeció mucho, porque venirse hasta aquí con este tiempo... Manuela no quiso ni escucharla, hágame el favor, con muchísimo gusto, si en el ómnibus es un paseíto. Se despidieron hasta pronto, hasta pronto y ¡gracias! La señora Manuela, despacito, se dirigió hacia la parada de 8 de Octubre para tomar el ómnibus de vuelta a casa.

Dejarse llevar por Cuchilla Grande fue un error imprevisible: ¿cómo podía adivinar el sacerdote que la calle está sometida a un tratamiento de ensanche y repavimentación? En consecuencia, “desvío”, “calle cerrada”, “calle cerrada”, “desvío”… Después de algunos tropiezos y de vencer algunas vacilaciones sobre la conveniencia de la ruta elegida, nuevamente tomó Belloni, unas tres cuadras antes de la Parroquia Santa Gema.
Y llegó a 8 de Octubre. Detuvo la marcha: a cualquier hora, y más a las seis y cuarto de la tarde, hay que dejar pasar, para pasar después. Miró a la izquierda y enseguida a la derecha. No entendió lo que ocurría. Aturdido, boquiabierto, arrima el coche a la vereda y baja corriendo. (Fue un auto, sin ningún ruido, ¡pasmoso!). Es el primero en llegar. Casi de rodillas, lentamente, mientras hace la señal de la Cruz sobre la cabeza de la señora Manuela, le dice: “Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre…” Ella ha hecho un levísimo movimiento, que no han podido ver los que enseguida se acercan horrorizados y seguros de que está muerta.

El sacerdote llegó a su destino sintiendo el golpeteo del corazón en el pecho. No sabe bien por qué camino fue, ni tiene importancia. Intuye que sus demoras, vueltas y revueltas estaban perfectamente previstas para que en aquella esquina de 8 de Octubre, ni un minuto antes ni un minuto después, se encontrara con Manuela, que venía de hacer, sin darse cuenta, una obra de misericordia. Como los hombres del Juicio final, se habrá admirado de que el Señor le agradeciera unos servicios que le prestó sin saberlo: "¿cuándo te vi enfermo y te fui a visitar?"

Días más tarde, el sacerdote confirmó su intuición, cuando supo que la señora Manuela muchas veces le pedía a Dios que no la hiciera sufrir en su muerte, porque no quería que los suyos sufrieran por ella. Se enteró, también, de que solía ir a la Gruta de Lourdes y que allí le decía a la Virgen, sencillamente, “ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Suerte? ¿Coincidencias de la vida?... ja.
¡Manuela acordate de nosotros!

alicia dijo...

las casualidades no existen, Dios bloqueó los caminos, para que estuviese allí justo en ese momento, cuando Manuela lo necesitó.